Fastidio en la cumbre

Publicado en El Espectador, Enero 19 de 2017


En el hotel Los Morros de Cartagena, una pareja gay se daba un beso cuando el administrador les señaló que ese gesto resultaba incómodo para otros.

Les solicitó que se abstuvieran de demostraciones públicas de cariño pues uno de los huéspedes había manifestado no querer que su pequeño hijo las presenciara. El Espectador habló de “agresión” y varios columnistas se ocuparon del trascendental asunto. El relato se asoció con unos cuantos agravios similares a los que se fueron sumando in crescendo amenazas de golpes de borrachos, pérdida de trabajos o amigos, no poder estudiar y hasta asesinatos: “incómodo es que nos maten por ser LGBTI”. El horror no se detuvo ahí: “incómodo es un país que viola y mata a las mujeres. Incómodo es un país en el que tienes más privilegios por ser un hombre blanco. Incómodo es un país en el que se roban la plata de la educación y de la salud de los más pobres”.

Asociar trivialidades con los dramas de una sociedad compleja bajo el hilo conductor de ambientes imperfectos para una pareja gay de estrato alto se volvió estándar. El incidente fue tan nimio que los afectados se limitaron a contarle a sus amigos conectados con la prensa y las redes. Ni siquiera se incomodaron poniendo una tutela para que llegara a revisión y la Corte Constitucional reforzara la jurisprudencia. No me extrañaría que esas delicadas víctimas de una discriminación tan cruel fueran clasistas tradicionales que tratan despectivamente al personal del hotel. Eso hizo Catalina Uribe, tan contrariada por el asunto que con displicencia calificó como inferior la capacidad mental del administrador: “si quien toma las decisiones de un establecimiento donde a diario conviven personas de diferentes culturas basa sus decisiones en la incomodidad de los clientes, tal vez vaya siendo hora de poner un robot”. Pobre señor, aún no asimila el algoritmo: lo correcto se hace, lo incorrecto no, como sea. El servicio al cliente, motor del capitalismo global, también lo supervisa la nueva policía de las costumbres, que ya tiene a punto la versión cibernética de la urbanidad de Carreño, o el catecismo, con la que ahora machacan no la familia y el cura sino formadores de opinión que se proclaman laicos, abiertos y tolerantes cuando ya son una caverna más temible que la religiosa. En un país creyente, con millones de víctimas verdaderas empezando posconflicto, una élite privilegiada pretende que sus cuitas privadas inconsecuentes sean asunto público. Todos debemos rasgarnos las vestiduras ante la afrenta de un morreo inconcluso en Los Morros, insoportable cumbre de cinco estrellas.

Mi papá contaba una anécdota cuya gracia tardé en entender: tras una reunión con unos amigos en el Club Militar, trataron de entrar al bar. Al verlos con tragos, en la puerta les dijeron que estaba restringida la entrada para hombres sin pareja. Uno de ellos propuso: “entonces vamos por viejas”. El portero molesto anotó que ahí solo podrían traer mujeres decentes, a lo que le respondieron “es que nuestras señoras ya tienen sus años”. Yo destestaba ese Club porque para almorzar me exigían corbata mientras mis hermanas nunca tuvieron ese problema. En esa época mi sección favorita del periódico era la página roja: policías y ladrones. Si alguien me hubiera dicho entonces que en unos años la prensa se preocuparía por incomodidades como la mía por la corbata, o el chiste de los amigos de mi papá, hubiera pensado que alucinaba. Pero ahí llegamos.

Se incrustó en los medios un fanatismo supervisor de lo que se dice y hace que no recuerdo haber sufrido con ningún profesor de religión; si acaso en Semana Santa cuando las emisoras sólo ponían música clásica y una tía cuasi monja nos regañaba por reírnos, vigilaba minuciosamente nuestros juegos y criticaba al tendero por no cubrir una imagen. Esos desesperantes rituales estaban respaldados por una mitología milenaria coherente y con resultados palpables en términos de civilización de las costumbres e igualdad. La nueva disciplina social, tanto o más estricta, está sustentada en un pastiche también anticientífico pero más incongruente cuyo mayor logro, tal vez el único, es que las leyes y la jurisprudencia hayan quedado formalmente redactadas. Al definitivo avance en la aceptación de la diversidad sexual han contribuído más Hollywood y la TV que la Corte Constitucional pero, como niños mimados, los militantes entre más avanzan, más se quejan por arandelas inocuas, mientras evaden las dificultades reales, como la homofobia de sus propias familias, pepa dura del rechazo que pretenden socializar.

Volviendo al drama de Los Morros con sus espeluznantes secuelas, ojalá aparezca pronto un vínculo con la política petrolera para que se pueda arreglar la catástrofe dialogando con el ELN, que también tiene talante fundamentalista e intervencionista en lo cotidiano.









Albarracín, Mauricio (2017). “Homofobia en vacaciones”. El EspectadorEne 10

Camacho Iannini, Sergio (2017). “Un beso no incomoda, la homofobia sí”. SentiidoEne 10

EE (2017). “LGBTI indignados por discriminación a pareja gay en el hotel Holiday Inn de Cartagena”: El Espectador, Ene 2

Uribe, Catalina (2017) "El Holiday Inn y la educación sexual para robots". El EspectadorEne 4