Ni puta ni trabajadora sexual, prostituta

Octubre de 2013


Un venerable premio Nobel titula con putas una de sus obras. Traducida a muchos idiomas, expuesta en vitrinas de todo el mundo y con innumerables lectores, tal audacia no parece haber tenido una brizna de impacto sobre las condiciones del comercio sexual en ningún rincón del planeta. Entre tanto, para no estigmatizar la actividad, ensayistas políticamente sensibles evaden la palabra prostitución en escritos que leerán unas pocas decenas de colegas y burócratas.

El vocablo puta salió del armario en la literatura y el lenguaje corriente, pero en los textos especializados, en los documentos oficiales y progresivamente en los medios, las referencias al comercio venal se han edulcorado de tal forma que las denominaciones simples e inteligibles quedaron vetadas. La tensión entre cómo es el mundo y cómo debería ser empieza en el lenguaje. Por eso es necesario volver a utilizar sin ambages términos escuetos, pertinentes e inequívocos, como prostituta.

Por supuesto que la expresión tiene la connotación negativa heredada de una actividad considerada reprochable. Pero no existe un vocablo más preciso, aceptado, tradicional y universal. La palabra “prostitution” es idéntica en inglés, francés, alemán, holandés y sueco. Las variaciones en otros idiomas son mínimas: prostituçao en portugués, prostituzione en italiano, prostituutio en finlandés,  prostituce en checo, prostitualtak en húngaro, prostitusjon en noruego, prostytucja en polonés, prostituție en rumano, prostitucija en croata, prostitutsioon en estonio, prostitusyon en filipino, prostitució en catalám, prostituzioa en vasco y prostituado en esperanto.

En español, casi ningún sinónimo sirve para la venta de sexo por hombres. Ni meretriz, ni hetera, ni hetaira tienen equivalente masculino. El ramero se refiere al halcón recién nacido que “salta de rama en rama”. Barragana tiene un significado peculiar, de concubina, que es distinto del de barragán: esforzado, valiente, mozo soltero. Una mujer pública tiene poco que ver con un hombre público. Cortesana se refiere a un segmento de la prostitución con un sentido distinto al de su contraparte masculina. El alcance de prepago, escort, acompañante, kinesióloga o sexoservidora es demasiado local. Además de que puto también significa necio o tonto, la palabra puta es inconveniente por sus múltiples acepciones y, sobre todo, porque esa sí se utiliza en muchos contextos como “calificación denigratoria”.

El término prostituta es palmario, circunscrito al comercio sexual, sin ambigüedad y tiene equivalente masculino. A diferencia del puta, no es corriente como insulto: es raro el “hijo de prostituta”. Salvo la cuestión del género, la acepción básica -“persona que mantiene relaciones sexuales a cambio de dinero” según la Real Academia- no ha cambiado de manera perceptible en los últimos dos milenios, desde que Ulpiano se refirió a la prostituta como “la mujer que de manera abierta ofrece su cuerpo a un número de hombres, de forma no siempre selectiva y por dinero”. La definición jurídica más antigua,  la del Código Justininiano del Bajo Imperio, es similar.

La noción de “trabajo sexual” tiene limitaciones. Como neologismo, no aparece ni en las novelas, ni en las historias de la actividad. Circunscribe artificialmente la prostitución al ámbito laboral, cuando se trata de una institución tanto económica como sexual. Lo de trabajo no capta una dimensión asociada con la diversión, el sexo, el placer, la seducción, la promiscuidad, incluso el romance, y no sólo con un intercambio comercial. Uno se imagina mal a Pilar Ternera “trabajando”, o “iniciando su jornada laboral”.

Tras varios años de entrevistas con prostitutas londinenses la antropóloga Sophie Day sugiere que para ellas el término trabajo no corresponde a lo económico. Se trata de un recurso para establecer las fronteras de su vida íntima y privada, para poder hablar de sexo sin mezclarle sentimientos. El trabajo se realiza en lugares públicos e involucra sólo las partes del cuerpo que también son públicas. A diferencia del novio o el suggar daddy, los clientes sólo tienen un acceso limitado, al componente exterior y visible del cuerpo. El interior, cierto sentido del placer, la intimidad y la eventual reproducción se disocian del trabajo. Estar trabajando se define por cuestiones como dar o no dar besos, ciertos servicios y no otros e incluso usar o no preservativo. Trabajar es tener sexo con extraños. 

La definición laboral amplía innecesariamente la gama de actividades, generando confusión conceptual y legal. Una actriz de cine porno es una trabajadora sexual que puede ejercer su actividad en países en dónde la prostitución está prohibida.

Por último, trabajadora tiene una connotación de empleada, dependiente y asalariada, situación que riñe no sólo con una actividad en dónde abundan las cuenta propia, sino con el grueso de las legislaciones contemporáneas, en las que la prostitución es legal pero cualquier patrón o empresa que la facilite se considera proxenetismo.

Mientras que el patético “víctima de explotación sexual” aplica sólo a una fracción de la actividad, otras propuestas alternativas son francamente absurdas. Es común en Colombia referirse a las “mujeres que ejercen la prostitución”, un giro que misteriosamente se considera menos ofensivo. Como si “hombre que ejerce la delincuencia” no fuera tan peyorativo como delincuente. Otra variante, la de “mujer en situación de prostitución”, pretende aclarar que la actividad es transitoria mientras el término prostituta la condenaría de forma permanente e irreversible. Bajo esa lógica, habría que eliminar palabras como estudiante, alcalde, congresista o presidente  y reemplazarlas por “persona que ejerce temporalmente” tales actividades.

El gran desacierto consiste en suponer que el rechazo y la estigmatización de las prostitutas surge de su denominación. Hace unos años una joven inglesa se quejó ante Facebook y la policía pues unos hackers se habían apropiado de su identidad, alterando el perfil para hacerla ver en la red como una prostituta. La afectada consideró que habían arruinado su vida. Nadie pensará que las cuitas de esta mujer por tan pesada chanza hubieran sido más llevaderas con el uso de algún eufemismo,  o que una mujer que vende servicios sexuales a escondidas de su familia, sus amistades o su novio estará dispuesta a compartir los pormenores de su oficio anotando que es trabajadora sexual o víctima de explotación sexual. Una prepago colombiana tiene claridad sobre el asunto de la estigmatización: “aprendí que sólo voy a ser respetada como mujer el día que deje la prostitución”.

Entre novelistas el término prostituta, incluso el de puta, rara vez tiene una connotación negativa o de desprecio. Por el contrario se percibe simpatía, afecto, incluso complicidad. La mirada literaria del oficio, motivada por la descripción y la comprensión, basada en trabajo de campo paciente y minucioso, ha dado buenos frutos. Fueron autores como Dumas, Zola, Maupassant, Schwob o los Goncourt quienes, tras el higienismo, lograron alterar de manera favorable la percepción pública del sexo venal. No lo hicieron con base en giros políticamente correctos sino con literatura de calidad, describiendo de manera precisa el entorno, el carácter y la humanidad de los personajes.




El lenguaje pasteurizado está en el meollo de las dificultades contemporáneas para describir, analizar y regular el comercio sexual. Salir del oscurantismo que progresivamente se impuso requiere dejar atrás los eufemismos y recuperar vocablos concisos, consuetudinarios y que entienda todo el mundo, como prostitución.