Entre la informalidad y el formalismo. La tutela en Colombia

Mauricio Rubio *
Resumen
En este ensayo se destacan algunas contradicciones de la justicia constitucional colombiana. Luego de dos décadas de funcionamiento, el legado es doble. Por un lado una jurisprudencia ejemplar, dinámica, flexible y respetada. Por otro lado, una primera instancia excesivamente informal, opaca y que causa creciente daño en la jurisdicción ordinaria.
Abstract
This essay highlights some contradictions in the current constitutional jurisdiction in Colombia. After two decades of operation, the legacy is twofold. On the one hand there is an exemplary jurisprudence. It is dynamic, flexible and highly respected. On the other hand, there is a first instance justice that is too informal, opaque and that causes increasing damage in the ordinary courts.
INDICE
Introducción
La catedral y el bazar
Los derechos de Brigitte
El Woodstock del derecho
Acciones apresuradas
Choque de trenes
Rezagos de formalismo
La fila en el juzgado
Haga lo justo, pero hágalo rápido
Calidad arriba y cantidad abajo
Trancón en todos los carriles
Avestruces y cardenales
Sugerencias
Referencias
Introducción
En una columna reciente Alejandro Gaviria hace alusión a una insólita tutela contra Colciencias que embolató las becas de un grupo de estudiantes. Afirma que en el país ya nada es seguro y que todo depende de la voluntad de los jueces [1]. Mauricio García le responde pidiendo un debate serio sobre la tutela [2]. Aunque acepta que a él también le “parece aberrante el caso de Colciencias y no deja de preocuparme la mercantilización de la tutela”, revira con dos argumentos. Primero, que si se quiere hacer una discusión seria, esta debe estar “fundada en una investigación empírica que nos permita saber lo que realmente está pasando con las tutelas”. Segundo, que ante la avalancha de tutelas, un poco más de 370 mil en el 2009, “hacer una lista de casos aberrantes, o de casos virtuosos, en medio de este mar de decisiones, no dice casi nada sobre la bondad o la perversidad del sistema”. Es difícil no estar casi de acuerdo con la primera afirmación y totalmente en desacuerdo con la segunda.
No puede dejar de respaldarse el comentario sobre la necesidad de contar con evidencia cuantitativa para sustentar un debate sobre la justicia constitucional. Pero no deja de añorarse que esa misma petición no se le haya hecho a los constitucionalistas cada vez que, a lo largo de las últimas dos décadas, han salido a defender la tutela basados en hipótesis mal contrastadas, o en modelos idealizados [3]. Otra anotación a ese argumento es que la carencia de información para el debate es, precisamente, uno de los síntomas del desorden procesal y administrativo de la acción de tutela en Colombia. Después de dos décadas de funcionamiento, preocupa que se requiera una investigación académica a fondo, con unos datos que aún no están sistematizados ni públicamente disponibles, para saber lo que realmente está pasando con las tutelas.
El segundo argumento de Mauricio García es más preocupante. Con sólo variar levemente el contexto, pensando, por ejemplo, en los organismos de inteligencia estatales, su observación sería equivalente a algo del tipo: “no se puede decir nada sobre el sistema con base en unas pocas chuzadas ilegales dentro del mar de operativos que se hacen cada año”. No sobra recordar que el juez de tutela no es un funcionario cualquiera, cuyo poder se limite a hacer más corto un trámite ante la justicia. Por desacato a un fallo suyo, en el término de 48 horas, cualquiera puede acabar en la cárcel. El mismo juez puede ordenar que un detenido como autor intelectual por homicidio salga de allí. Esta facultad tan amplia para proferir órdenes ha llevado a considerar “al juez de tutela (como) el juez más poderoso de la República” [4]. Anotar que una lista de arbitrariedades de esos jueces no dice casi nada sobre la bondad del sistema es desacertado. Si en la actualidad tranquiliza que la “baja proporción dentro del total” ya no valga como argumento para ignorar los desafueros militares, empieza a ser hora de que el mismo principio, “cualquier abuso de autoridad estatal es excesivo”, se extienda a los jueces constitucionales.
Al término jurisprudencia, que en ocasiones surge de un fallo único, ejemplar, que define línea, bien le podría corresponder algo como jurisnecedad, o sea el posible impacto negativo de un solo fallo que causa daño, ya sea porque abre un boquete por el cual se colarán tinterilladas posteriores, ya sea porque erosiona la legitimidad del sistema.
La falta información y los eventuales desatinos de la justicia constitucional están íntimamente relacionados. Los segundos se escudan en la primera. Para prevenir, para erradicar las arbitrariedades se debería ventilar, hacer público y discutir todo lo que ocurre en la jurisdicción. Y no sólo, como ocurre actualmente, lo que se revisa en la Corte Constitucional.
La publicación de este ensayo es una respuesta a la columna de Mauricio García. Primero, para aceptar la invitación a un debate sobre la tutela. Segundo, para mostrar que no hace falta esperar esa base de datos ideal para discutir las falencias actuales del mecanismo. Así podrían pasar otros cinco o diez años de laxitud con sus fallas.
El insumo para el texto fueron una serie de notas en las que había ido resumiendo las molestias o incomodidades que, observando la justicia colombiana [5], me producía la tutela cada vez que me la topaba. La primera, obvia para cualquiera, fue la lectura, recurrente en la prensa, de fallos de tutela inquietantes. La segunda molestia, más técnica, vino de observar la creciente contribución de la tutela a la congestión de la justicia ordinaria. La más impactante, sin embargo, fue constatar cómo los constitucionalistas continúan argumentando que allí no está pasando nada grave, o que nada se puede hacer.
Contagiado por el temor a hacerle reproches a la justicia constitucional había decidido, alineándome con la tendencia, archivar esas notas, y dejar en el trabajo solamente una sección destacando las ventajas de la jurisprudencia. Las críticas a lo que pasa en primera instancia, pensando como Mauricio García, las tendría que sustentar luego, cuando tuviera esa base de datos ideal. La columna de marras acabó cambiando mi parecer. Si a alguien de ese perfil se le escapa la esencia de la crítica de Gaviria, su alusión a Orwell, y con su respuesta también pasa de agache y excusa en la falta de datos la discusión sobre la arbitrariedad de algunos fallos, es porque el debate es cada vez más urgente. El objetivo primordial de este ensayo, a mitad de camino entre lo descriptivo y lo crítico, es, por lo tanto, provocar la discusión, aunque sea sin muchos datos.
El argumento central es que existe un abismo, y no pocas contradicciones, entre la jurisprudencia constitucional y la acción de tutela. La primera es flexible, dinámica y ha mostrado ser adaptable a la realidad mientras la segunda, supuestamente informal, es rígida y está sofocada por los plazos breves e inmodificables. La inflexibilidad de los términos -un espejismo de agilidad heredado del formalismo- corroe su funcionamiento, impide su calidad, condena sus posibilidades de adaptación y está causando perjuicios en la justicia ordinaria. La jurisprudencia constitucional tiene altísimo nivel, es elegante, elaborada, profunda, decantada pero dinámica, sofisticada, respetada. La acción de tutela, a pesar de su popularidad, es burda, desorganizada, poco predecible, a veces desconcertante y está teniendo efectos indeseables sobre el entorno jurídico. En buena parte porque sigue hundida en la informalidad; es una especie de San Victorino de la justicia. Lo más dramático es que así se la promovió, como un instrumento informal. La jurisprudencia constitucional ha demostrado ser, como pregona el nuevo derecho, un sustituto idóneo del legislativo. La acción de tutela, por el contrario, está mostrando las mismas limitaciones formalistas de la justicia tradicional para adaptarse a la realidad, para defenderse de los tinterillos y para hacer cumplir las normas. A pesar de lo anterior -una jurisprudencia consolidada con una justicia de primera instancia que causa creciente daño colateral- se sigue argumentando, con frágil evidencia, que la segunda es indispensable para la primera.
A lo largo del texto, para ilustrar los argumentos, se hace uso generoso de las caricaturas y las alegorías. La metáfora más utilizada, la de la catedral y el bazar, viene de la informática. Tiene que ver con el dilema básico que enfrenta el diseño y supervisión de cualquier sistema: de manera formalista, dogmática, deductiva, idealista, autoritaria, desde arriba o, en el otro extremo, desde la base, de forma inductiva, participativa, realista, flexible y adaptativa. Una de las principales diferencias entre estos dos enfoques tiene que ver con la actitud hacia los errores del sistema, con la capacidad para detectarlos y con la manera de corregirlos. La primera sección del ensayo está dedicada a resumir esa metáfora.
En la segunda sección se establece un paralelo entre la jurisprudencia constitucional y el enfoque bazar en la informática. A partir de un caso concreto se argumenta que los éxitos en la consolidación de los derechos fundamentales a lo largo de las últimas dos décadas jamás se hubieran alcanzado de no haber sido por esta aproximación tipo bazar, de arquitectura abierta, realista, flexible, participativa e inductiva. Las siguientes secciones están dedicadas a algunas críticas a la tutela, todas relacionadas con los procedimientos. Se han dejado de lado cuestiones ya bastante debatidas, como el impacto fiscal de los fallos. Luego de concluir que la tutela se consolidó como un extraño bazar aún vigilado por cardenales, se hacen unas breves sugerencias.

La catedral y el bazar

Hasta hace unos años, en el mundo de los computadores, nadie hubiera apostado que un sistema operacional potente y confiable pudiera resultar del ensamble de trabajo aficionado y a tiempo parcial de varios miles de programadores esparcidos por el mundo y conectados por internet.
En el desarrollo de programas de computador –software- han existido por décadas dos estrategias básicas para procesar información: Top-Down y Bottom-Up. O sea, “desde arriba bajando” o “desde abajo subiendo”. Con el primer enfoque se emprende el diseño con un bosquejo del programa, una visión global, sin especificar todos los pormenores. Posteriormente, cada módulo del programa se refina con más y más detalle. Se hace énfasis en la planificación, buscando conocimiento completo y a priori del sistema. La codificación no se inicia antes de haber alcanzado un nivel de detalle suficiente, al menos en alguna parte del programa. Esto retrasa las pruebas de los diferentes módulos hasta que gran parte del diseño se ha completado. El enfoque Top-down fue promovido en los años setenta por los ingenieros de la IBM, que desarrollaron el concepto de programación estructurada. El éxito de algunos proyectos lo llevó a ser popular en la industria.
La aproximación Bottom-up, por el contrario, es más informal. Hace énfasis en la codificación rápida de pequeños segmentos de programa y la puesta en marcha de prototipos de manera temprana, incluso apenas el primer módulo ha sido especificado. Con este enfoque se corre el riesgo de que los distintos módulos se codifiquen sin tener una idea clara de cómo vincularlos al resto del sistema. El reciclaje de código es uno de los principales beneficios del enfoque Bottom-up. Los métodos desde arriba fueron los más utilizados hasta finales de los años ochenta, cuando la programación por objetos empezó a abrirle mejores perspectivas al modelo desde abajo.
Por varias décadas se supuso que seguía existiendo un nivel crítico de complejidad de los programas a partir del cual era preciso un diseño centralizado y planificado desde el principio. En particular, para uno de los elementos de software más importantes, el sistema operacional, se pensaba que era indispensable una rígida organización, que trabajara aislada desde la concepción hasta la puesta en marcha –meses o años después- de un programa relativamente libre de errores. Era el enfoque catedral.
A principios de los años noventa, un joven ingeniero finlandés, Linus Torvalds, lanzó el sistema operativo Linux y cambió por completo todo lo que se creía que se sabía en informática. Con la adopción de una Licencia Pública General, introdujo libertades totalmente opuestas a la filosofía del software propietario, permitiendo la modificación, copia, redistribución y uso libres del programa. A diferencia del enfoque de cónclave imperante hasta entonces, Torvalds sorprendió a la industria lanzando versiones de prueba con frecuencia inusitada, delegando y mostrándose abierto “hasta el punto de resultar promiscuo”. Nada que ver con la silenciosa y reverente construcción de una catedral. La comunidad Linux, por el contrario, “parecía un gran bazar bullicioso con diferentes agendas y enfoques del cual solo parecía posible que emergiera un sistema coherente y estable mediante una sucesión de milagros” [6]. La apertura era tal que en los depósitos de software Linux se admitían contribuciones de cualquier programador que se molestara en enviarlas.
Uno de los principios básicos para el desarrollo del Linux fue “dado un número suficiente de ojos, todos los errores son irrelevantes”. Antes del software de arquitectura abierta, los lanzamientos tempranos y frecuentes de las versiones de prueba eran vistos por los programadores como una práctica perjudicial para cualquier proyecto. Las versiones iniciales de los programas están por definición condenadas a ser defectuosas y siempre pareció inconveniente exponerlas a la crítica de los usuarios. Esta creencia reforzaba la adhesión generalizada a la búsqueda de un versión libre de errores, a la construcción de una catedral. Cuando el objetivo prioritario es lograr la perfección de un programa no hay razón para lanzar versiones de prueba y tener que depurarlas. La política de desarrollo abierto de Linux es justo lo contrario del estilo perfeccionista tipo catedral. Se hacen lanzamientos de prueba con una frecuencia insólita pero con una innovación fundamental: se trata a los usuarios como colaboradores para corregir los pequeños pero innumerables errores de los programas de prueba.
El supuesto de trabajo comunmente adoptado por el enfoque bazar es que con una base suficientemente amplia de usuarios y colaboradores casi todos los problemas se pueden identificar con rapidez y la solución será obvia para alguien. “Alguien encuentra un problema y algún otro lo entiende. Y me atrevo a decir que la parte más difícil es encontrarlo” [7] .
En el manejo y corrección de los errores radica la diferencia fundamental entre el enfoque catedral y el bazar. Para los defensores del enfoque catedral, los cardenales, los errores y los problemas de desarrollo son asuntos “insidiosos, profundos y retorcidos”. Por esa razón hay poca disposición a reconocerlos y aceptarlos. Se requieren meses de detallado escrutinio por un sínodo de expertos dedicados de manera exclusiva a perfeccionar la nueva versión que, se espera, estará casi libre de errores. En el bazar, por el contrario, los errores no sólo se admiten sino que se toman como cuestiones leves e intrascendentales que se pueden corregir con rapidez siempre que estén al alcance de un gran número de usuarios dedicados a poner los programas a prueba en sus tareas cotidianas, a detectarlos y a sugerir correcciones.
Una de las principales lecciones del enfoque bazar es que tratar a los usuarios como colaboradores constituye el camino menos complicado para mejorar con rapidez y depurar eficazmente un programa. Otra es, que “la perfección de un diseño no se consigue cuando no queda nada por añadir, sino más bien cuando no resta nada por eliminar”. Tal vez la más importante, es que los errores e imperfecciones de un sistema no hay que taparlos, esconderlos o negarlos sino, por el contrario, compartirlos y hacerlos públicos para facilitar que alguien encuentre la solución que permita corregirlos.

Los derechos de Brigitte

“Brigitte Luis Guillermo Baptiste espera que su nueva cédula aparezca con ese nombre. Tiene 46 años y se le notan. En la parte superior de su brazo izquierdo aparece tatuada una sirena sentada en una concha. Ese tatuaje parece hacer juego con el que tiene en su espalda, justo en el omoplato derecho: la Venus de Botticelli. Brigitte camina despacio, como si nunca tuviera afán, con la espalda derecha y la frente en alto. Tiene el pelo teñido de amarillo, pero también lo ha tenido negro y rojo. Se pinta las uñas de vino tinto o de rojo. En su clóset hay medias veladas, alrededor de diez vestidos estampados y de colores muy llamativos. Mucho lila, amarillo, fucsia y rojo. Todo lo suyo es así: llamativo; hay algo que siempre brilla. Sus amigas también le regalan carteras, aretes o accesorios. Todas saben que esos pequeños detalles la hacen feliz. Ya no tiene ropa de hombre. Sólo guarda tres o cuatro corbatas para recordar lo que alguna vez fue Luis Guillermo”.
Este relato, aparecido a principios del 2010 en una revista “para hombres”, no tendría especial interés si no fuera porque Brigitte era en ese momento uno de los profesores estrella de la Facultad de Estudios Ambientales de la Pontificia Universidad Javeriana en Bogotá, que llegaba a dictar clase con “zapatos de tacón, vestido con un pantalón blanco y una blusa de tiritas lila y vaporosa”, que una de sus alumnas opinaba que "el tipo es un genio; puede andar desnudo que a nadie le importa" y que “esto lo han entendido los directivos de la universidad, para los que la opción de vida de Luis Guillermo es respetable”. Además, Brigitte está casado hace más de diez años, tiene dos hijas y “va como mujer a su trabajo, asiste a congresos internacionales, a las reuniones de padres de familia del colegio, a la playa, a los restaurantes, al supermercado o de compras” [8].
Difícil no considerar este caso como un síntoma de que el Artículo 16 de la Constitución Colombiana -todas las personas tienen derecho al libre desarrollo de su personalidad sin más limitaciones que las que imponen los derechos de los demás y el orden jurídico- no es letra muerta. Difícil concebir un logro tan significativo en materia de tolerancia y no intromisión en la vida privada de los ciudadanos. Difícil pensar en un cambio tan sustancial en la mentalidad de alumnos y directivos de un establecimiento educativo religioso. Difícil no sospechar que en la consolidación de los derechos de Brigitte ha jugado un papel esencial la jurisprudencia constitucional acumulada en las últimas dos décadas. Difícil no tomar este caso como una prueba irrefutable de que algunas cosas han cambiado en materia de derechos en Colombia. El caso de Brigitte constituye una evidencia incontrovertible de que se ha dado en el país “una revolución judicial pues permitió materializar los derechos fundamentales en la vida cotidiana de los colombianos” [9].
Aunque el perfil resumido en la revista no da información sobre si Brigitte tuvo que recurrir a la acción de tutela para poder ir a dictar clase vestido como le place, algunos compañeros de trabajo consultados afirman que nunca lo hizo. Tampoco se sabe cómo fue que Brigitte recibió información y fue asimilando la jurisprudencia que le permitió, progresivamente, hacer valer sus derechos en materia de indumentaria en su trabajo.
Una sentencia de la Corte Constitucional que tiene relevancia para el caso de Brigitte es la C-481-98 en la cual se discute la constitucionalidad del régimen disciplinario para docentes. La norma demandada se centraba en la “homosexualidad y las perversiones sexuales” como causales de mala conducta en los educadores. Si bien es discutible que el caso de Brigitte corresponda exactamente al núcleo del alegato, varias de las consideraciones y enunciaciones de principios por parte de la Corte sí son pertinentes. Vale la pena transcribirlas: (i) se considera violado el derecho al libre desarrollo de la personalidad (DLDP) "cuando a la persona se le impide, en forma irrazonable, alcanzar o perseguir aspiraciones legítimas de su vida o valorar y escoger libremente las opciones y circunstancias que le dan sentido a su existencia y permiten su realización como ser humano"; (ii) el DLDP se refiere a “aquellas decisiones que una persona toma durante su existencia y que son consustanciales a la determinación autónoma de un modelo de vida y de una visión de su dignidad como persona”; (iii) “En una sociedad respetuosa de la autonomía y la dignidad, es la propia persona quien define, sin interferencias ajenas, el sentido de su propia existencia y el significado que atribuye a la vida”; (iv) del DLDP se desprende “un verdadero derecho a la identidad personal, que en estrecha relación con la autonomía, identifica a la persona como un ser que se autodetermina, se autoposee, se autogobierna, es decir que es dueña de sí, de sus actos y de su entorno”; (v) “la asunción de una determinada identidad sexual hacen parte del núcleo del derecho fundamental al libre desarrollo de la personalidad”.
Uno de los puntos más debatidos durante las sesiones antes del fallo, y la base del argumento de un salvamento de voto en la sentencia, fue el relacionado con el eventual impacto negativo de la orientación sexual de los docentes sobre los alumnos, o sea un punto medular del caso de Brigitte. Al respecto, la tesis adoptada por la Corte en esta sentencia fue realmente innovadora. “La presencia de profesores con distintas orientaciones sexuales, en vez de afectar el desarrollo sicológico y moral de los educandos, tendería a formarlos en un mayor espíritu de tolerancia y de aceptación del pluralismo”. La diversidad de formas de vida, reitera la Corte, más que un riesgo, debe ser considerada “una fuente insustituible de riqueza social”.
La solidez del fallo de la Corte se basa en que se abordaron y sometieron a discusión los más diversos puntos de vista. En efecto, en la audiencia pública, fuera del demandante, intervinieron representantes de la Procuraduría, del Ministerio de Educación, del ICBF, de FECODE, una antropóloga especializada en estigmatización en distintas sociedades, los grupos GAEDS y GADOS de homosexuales, el grupos “Equiláteros, proyecto de diversidad y minorías sexuales”, los grupos de lesbianas Triángulo Negro y Sol, el director del programa La Casa de la Universidad de los Andes, el coordinador del Área Sida de la Facultad de Psicología de la misma universidad, un médico psicoanalista de la Universidad Nacional y un sexólogo de la Universidad del Valle. Además se leyeron escritos enviados por Discípulo Amado, una comunidad de maestros homosexuales, y otro por un numeroso grupo de padres de familia. En síntesis, un simulacro de bazar en línea, un verdadero cabildo abierto sobre el tema en cuestión.
La manera como la Corte abordó un debate recurrente en este tipo de temas, si la orientación sexual es producto de la naturaleza o de la crianza (nature versus nurture) no habría podido ser más salomónica. Luego de reconocer la complejidad y dificultad de esta discusión, que el estado actual del conocimiento no permite zanjarla de manera definitiva, que existe evidencia a favor de una y otra posición, y que no es prudente ignorar estas contradicciones, la Corte argumentó que sea cual sea la razón última para determinada orientación sexual, el trato discriminatorio resulta contrario a la Constitución. Si se trata de un asunto puramente biológico, “toda diferencia de trato negativa a una persona … es injusta y violatoria de la igualdad, puesto que esa condición no es libremente escogida sino que es impuesta por la naturaleza … La imposición de sanciones debido a su orientación sexual, equivale a otras formas de segregación particularmente odiosas y prohibidas, como la discriminación por la raza o por el origen familiar o nacional, puesto que la persona es marginada debido a un status y un comportamiento que se encuentran biológicamente determinados y de los cuales ella no es responsable”. Si, por el contrario, se acepta la explicación que la orientación sexual es producto de una decisión, se trata entonces de “uno de los asuntos más íntimos y vitales del ser humano, por lo cual la decisión sobre cuál es la orientación que se pretenda dar a la vida en este campo pertenece exclusivamente a la propia persona. Por ende, un Estado pluralista respetuoso de la autonomía y libertad de las personas debe ser neutral frente a esas opciones sexuales, por lo cual toda discriminación es ilegítima y desconoce su derecho a la privacidad y al libre desarrollo de la personalidad”.
Lo que resulta evidente es que la vida cotidiana de este profesor universitario ha cambiado y que se trata no sólo de un beneficiario sino de un impulsor permanente del cambio legal. Y sin que se hayan alterado los códigos. Una corriente de investigación sobre conciencia legal, se ha interesado por la manera como la ley y la jurisprudencia moldean las rutinas de la gente común. Se reconocen los efectos de arrastre y empuje (pull & push). El primero, más tradicional, tiene que ver con la manera como las leyes restringen ciertas acciones y decisiones. Por otro lado, se plantea que las interpretaciones que los individuos van haciendo del entorno legal que los rodea van empujando de manera constante las nuevas versiones de la legalidad. Bajo este enfoque, la ley no es algo pasivo, sino una fuerza dinámica. “Promulgando la legalidad en la vida diaria, la gente ordinaria le da esencia y sentido a lo que de otra manera no sería sino un vínculo abstracto. Esa representaciones cotidianas, a su vez, crean posibilidades de cambio, en la ley, en las instituciones, en la vida social. Cada decisión que involucra la ley ofrece el potencial de nuevas interpretaciones, de nuevas reivindicaciones legales, la introducción de la legalidad en dominios de la vida social que antes nunca había ocupado y la reconfiguración de los acuerdos comunes de la vida social” [10].
Sería imposible describir en detalle cómo fue que cambiaron las condiciones de tolerancia en el ambiente de trabajo para permitir algo inconcebible hace un par de décadas en el país: que un profesor de una universidad católica asistiera a dictar clase vestido de mujer. El caso, sin embargo, permite hacer una observación y plantear dos conjeturas. La observación, incontestable, es que Brigitte disfruta en la actualidad de ese derecho. La primera conjetura es que a esa situación jamás se habría llegado a través de modificaciones explícitas en las leyes laborales o civiles. No es fácil imaginar el respectivo debate de una ley en el Congreso por medio de la cual se establecen normas liberales de indumentaria para docentes. La segunda conjetura es que el disfrute de ese derecho ya es irreversible pues, de acuerdo con el mismo relato periodístico, ha sido completamente asimilado por el entorno y es socialmente aceptado. Además, parece claro que su consolidación es más sólida por la protección implícita de la jurisprudencia de la que se hubiera logrado mediante cambios en las leyes.
No sólo en Colombia, sino en el mundo, casos como el de Brigitte son excepcionales. En España, por ejemplo, se conocen unos cuatro casos. Kim Pérez, profesora de Formación Humanística, de Historia y de Ética en un Centro de Formación Profesional de Granada, Melina Gutiérrez, profesora de Historia y Formación Ética y Ciudadana en la Escuela Provincial de Educación Técnica de Ushuaia, una Catedrática de Matemáticas de una de las universidades de Madrid, y una Catedrática de Edafología en la Universidad de La Laguna, en las Islas Canarias [11]. A pesar de lo anterior su importancia no es menor puesto que la protección del derecho a no ser discriminado ha sido considera crucial por la Corte, sobre todo en el medio educativo “la presencia de profesores con distintas orientaciones sexuales, en vez de afectar el desarrollo sicológico y moral de los educandos, tendería a formarlos en un mayor espíritu de tolerancia y de aceptación del pluralismo, lo cual es no sólo compatible con la Carta sino que puede ser considerado un desarrollo de los propios mandatos constitucionales, que establecen que la educación deberá formar al colombiano en el respeto de los derechos humanos, la paz y la democracia”.
Ofreciendo argumentos a favor de mantener las tutelas contra las sentencias judiciales, Mauricio García y Rodrigo Uprimny, señalan cómo, fuera de la función de proteger los derechos fundamentales, la tutela contra sentencias “tiene dos finalidades complementarias: de un lado pretende evitar errores judiciales graves ... Y de otro lado, la tutela permite una constitucionalización coherente del ordenamiento jurídico, en la medida en que permite unificar la interpretación sobre el alcance de los derechos fundamentales” [12].
Lo que más vale la pena destacar de este proceso de corrección de errores y acumulación de experiencia es su naturaleza evolutiva, inductiva y Bottom up. A diferencia de una ambiciosa catedral, diseñada por un todopoderoso legislador, es un arreglo centrado en la solución de situaciones reales y no en un detallado diseño ideal predeterminado. Se puede plantear que las tutelas han ido configurando en Colombia un gran bazar, un colosal mecanismo de arquitectura abierta para detectar errores -injusticias legales- en el cual participan todos los ciudadanos que ven afectados sus derechos. La Corte Constitucional, a su vez, estaría jugando el papel de coordinador de esos esfuerzos. Un ejemplo convincente de que la jurisprudencia constitucional está funcionando como un sistema bazar en el cual casi cualquiera puede pescar un error y someterlo a consideración del coordinador es la demanda por inconstitucionalidad contra el artículo 4º de la ley 169 de 1896, puesta por un ciudadano en el año 2001, o sea más de un siglo después de expedida dicha ley, y que fue declarado exequible [13].
Lo que queda claro es que no existe un plan maestro preconcebido, ni se pensó construir una enorme catedral inmodificable. El artículo 16 con el que se ampara el derecho al libre desarrollo de la personalidad, uno de los más activamente litigados, es particularmente vago e indefinido y “nada en su texto anunciaba, al expedirse la Constitución, los caminos jurisprudenciales que se desprenderían del mismo” [14]. La jurisprudencia constitucional alrededor de este sendero, como lo sugiere el caso de Brigitte, parece sólida pero ha sido flexible. Y sin duda ha facilitado la “constitucionalización del derecho ordinario y de parcelas importantes de la vida de los colombianos”.
La jurisprudencia constitucional en Colombia parecería haber seguido la recomendación de Amartya Sen de centrarse en el nyaya de la jurisprudencia tradicional hindú –las injusticias de la vida cotidiana- sin detenerse, como ha sido tradicional en el derecho, en el niti o sea en buscar la perfección institucional.
Sería apresurado afirmar que la jurisprudencia de la Corte fue, para Brigitte, el factor determinante en su decisión progresiva de salir del closet. O que el temor a un tutelazo es lo que restringió a las directivas de la Universidad para imponer restricciones indumentarias a Brigitte. Pero se puede sospechar que, de manera indirecta, sí fue un factor que contribuyó a consolidar la posición del uno y el respeto por parte de los otros.
No todos los pronunciamientos en los que la Corte ha protegido el derecho al libre desarrollo de la personalidad tienen que ver con la orientación sexual. Lo que sí parecen tener en común estos casos es que abordan, en distintas áreas, temas sensibles para la opinión pública y alrededor de los cuales se dan enconadas discusiones. Fue en defensa de ese derecho que, por ejemplo, la Corte despenalizó el consumo de la dosis personal de droga [15]. A pesar de lo anterior, parecería que la jurisprudencia en ese frente se ha ido decantando, a juzgar por la proporción de tutelas que revisa la Corte relacionadas con ese derecho. Como se aprecia en la gráfica, se trata de un porcentaje que desde hace varios años ha permanecido estable por debajo del 15% [16].
Esta relativa estabilidad de los casos en los que se protege el derecho al libre desarrollo de la personalidad, contrasta con lo que ha ocurrido en otras áreas –como la salud o las pensiones- en donde la intervención de la Corte para proteger derechos fundamentales no ha cesado de aumentar. Si, como parece ser, el mecanismo de selección de los fallos de tutela que revisa la Corte está sesgado hacia la revocación de sentencias con las cuales no se protegen adecuadamente los derechos fundamentales en primera instancia, lo que esta tendencia indicaría es cierta consolidación del derecho al libre desarrollo de la personalidad.
Resulta paradójico que la protección de derechos fundamentales en los que hay menos debate de principios –como el pago oportuno de una pensión- haya enfrentado en Colombia mayores dificultades prácticas que la de aquellos alrededor de los cuales el desacuerdo sigue siendo intenso, aún a nivel internacional. En España, por ejemplo, Melina Gutiérrez enfrentó un fuerte debate a raíz del malestar de padres de sus estudiantes pero fue apoyada por las autoridades locales. La gobernadora electa dejó claro que "cuestiones de orientación o identidad sexual no afectan de ningún modo la función docente". Sin embargo, en Mirandela, una localidad portuguesa, una profesora de música fue suspendida por haber posado desnuda para la revista Playboy. “El Ayuntamiento convocó una reunión para analizar la preocupación de las familias por el caso y optó por apartarla de la actividad docente” [17].
Sobre esta intuición preliminar, que la tutela en Colombia ha sido más eficaz combatiendo la discriminación que, por ejemplo, racionalizando la burocracia, valdría la pena hacer un análisis más detenido y sistemático, tanto descriptivo como explicativo. Por el momento se pueden adelantar algunas sospechas. La primera es que un mecanismo judicial como la tutela parecería ser más eficaz para evitar o impedir ciertas conductas –como la discriminación- que para prescribir otras –como el pago cumplido de obligaciones- [18]. Incluso cuando, como en el caso de Brigitte, hay menos consenso en cuanto a la conveniencia de erradicar determinadas conductas. La segunda, importada del enfoque bazar en informática, es que la arquitectura abierta ha mostrado ser más eficaz eliminando errores que imponiendo virtudes. La tercera, relacionada con la anterior, es que los sistemas evolutivos se consolidan de manera más sólida cuando se centran en alejarse de lo que hace daño que cuando persiguen ciertos patrones de conducta idealizados. En otros términos, la vía judicial parece más viable y eficaz para alejarse de ciertas actitudes trasnochadas que para promover nuevas utopías.

El Woodstock del derecho

A finales de los años sesenta, Michael Lang, un joven hippy que había organizado el Miami Pop Festival, quiso financiar la compra de un estudio de grabación con la venta de entradas para otro evento multitudinario. El sitio previsto para el nuevo concierto era Wallkill, al sur de Woodstock, en el estado de Nueva York. Los habitantes del pueblo se opusieron a la iniciativa. Un granjero terminó alquilando a Lang su finca White Lake en Bethel, cerca de 250 hectáreas, por la suma de 50 mil dólares.
Se esperaban unas 100 mil personas, y se alcanzaron a vender varios miles de boletas. Los fanáticos empezaron a llegar en mayor número y más temprano de lo planeado. Por la imposibilidad de cercar la finca y las dificultades para controlar la entrada, se decidió convertirlo en un concierto gratuito, con lo cual acabó asistiendo mucha más gente de la prevista. Finalmente, acudieron más de 450 mil personas. Desde el punto de vista musical, el concierto de Woodstock fue un éxito indiscutible. El lado oscuro del evento tuvo que ver con la logística y la organización. El improvisado escenario no contaba con servicios sanitarios ni de primeros auxilios para tal multitud. La congestión en las vías de acceso fue monumental. El grupo Sweetwater que debía iniciar las sesiones musicales no pudo llegar a causa de un trancón de muchos kilómetros y tuvo que ser reemplazado por Richie Heavens. Varios artistas tuvieron que ser transportados al escenario en helicópteros del ejército. Aunque no hubo incidentes de violencia, la zona fue declarada en estado de emergencia y luego de desastre. En algún momento, el gobernador del estado estuvo a punto de mandar 10 mil hombres de la Guardia Nacional. Luego de un proceso interpuesto por los vecinos, el dueño del terreno fue condenado a pagar altas sumas por compensación de los daños causados por los asistentes.
Una de las lecciones de Woodstock es que la mezcla de informalidad en la organización y acceso gratuito puede ser no sólo problemática para el evento sino desastrosa para el entorno y los vecinos. Otra lección es que la crítica a la organización de un evento no debe confundirse con la de su contenido. Aunque puede haber retrógrados que, queriendo prohibir la música rock, exploten a fondo el caos de un concierto para sacar adelante su agenda de interdicciones, no por eso debe descalificarse cualquier crítica a la organización como proveniente de enemigos de la música moderna. Los reproches constructivos pueden provenir incluso de fanáticos interesados en mejorar la calidad de los conciertos.
Por ser algo efímero, Woodstock dejó un importante legado musical a pesar de ese desorden descomunal. Pero sería arriesgado pensar que tal alboroto hubiera podido prolongarse indefinidamente, o que el caos fue un requisito para la calidad del concierto.
La tutela en Colombia habría sido, en sus inicios, una especie de Woodstock del derecho. Sus promotores, con sobrada razón, se centraron en el contenido e ignoraron la organización. Se obtuvo el respaldo y la participación de los mejores. El público acudió masivamente. Después de dos décadas, se deja un legado que ya es irreversible. Sin embargo, también se hace evidente que la logística es precaria. Las formas están fallando, y el desorden en el improvisado auditorio no solo está causando estragos en el vecindario sino que amenaza con afectar lo que ocurre en el escenario. El glorioso concierto parecería haberse transformado en un bullicioso y desordenado San Victorino.
Lo más insólito es que los promotores del glorioso concierto siguen viendo el desorden posterior como una de las ventajas de su organización. De manera sorprendente, en un país en dónde uno de los obstáculos que enfrentaba el estado de derecho era la informalidad, se adoptó para el tránsito hacia el estado social de derecho un mecanismo informal, como la tutela. En la nueva Constitución no se comete el desliz de vincular este peculiar término con la nueva jurisdicción. Pero el decreto que reglamenta la tutela subraya, en el título del artículo 14, que la informalidad es un rasgo esencial. Difícil no calificar la elección de este término como un desatino.
De partida, la lista de sinónimos de informal -alocado, negligente, irresponsable, descuidado, faltón, incumplidor, voluble- o de informalidad -inconstancia, descuido, incumplimiento, volubilidad, olvido, negligencia, inconsciencia, irresponsabilidad, insensatez, deslealtad- no es reconfortante. No hay uno sólo que se pueda considerar una cualidad deseable para la justicia. La especificidad local del vocablo –marginal, ambulante, de rebusque, que evade impuestos, al borde de lo ilegal- tampoco ayuda. La informalidad crónica y variada que padece el país, en asuntos laborales, comerciales, urbanísticos, tributarios, burocráticos o legales, difícilmente puede considerarse digna de promoción.
La Corte Constitucional, en lugar de tratar de corregir ese desacierto inicial, ha insistido hasta la fecha en la importancia de “la naturaleza informal, preferente y sumaria de la acción de tutela” [19]. El supuesto implícito ha sido que la informalidad es un requisito para el acceso y la eficacia. “Para que sea una herramienta eficaz al alcance del ciudadano común, se ha tratado de librar la regulación de la tutela de tecnicismos y formalismos que frecuentemente no sólo entrababan la eficiente administración de justicia, sino que alienan a los individuos llamados a beneficiarse de los procedimientos judiciales” [20]. “La sumariedad, celeridad e informalidad del procedimental de tutela (son) entendidos como condición necesaria para la protección real y oportuna de este tipo especial de derechos constitucionales” [21].
En algunas situaciones específicas, como la población desplazada o las urgencias de salud, el argumento sobre la inconveniencia de los requisitos convence. Para lo que en la actualidad parece ser el grueso de los usuarios, definitivamente no. Además, incomoda el deje de paternalismo en este supuesto que las personas que demandan la protección de sus derechos fundamentales en Colombia no soportan ningún tipo de trámite.
No ha sido un acierto el tratar de promover una nueva rama de la justicia basada en la informalidad. Ni es prudente aceptar sin objeciones una visión tan ingenua e idealista de la falta de rutinas y procedimientos. El principal escollo, para el cual es ilustrativa la referencia a Woodstock, es la asimetría ineludible entre facilidad e informalidad para los usuarios y la sofisticación logística y organizativa que se requiere, por el lado de la oferta, para atenderlos cuando son numerosos.
La informalidad en el acceso a cualquier servicio requiere, paradójicamente, una rígida institucionalización, una compleja y minuciosa organización del otro lado de la ventanilla. Hasta la fecha, el diseño administrativo, o el modelo de gestión, o el desarrollo organizacional de la tutela están lejos de lo sofisticado. Por el contrario, el trámite de la tutela también se ha venido consolidando como algo informal y, por el lado de la oferta, esa característica es una clara deficiencia. Para el entorno, como ocurre con los barrios piratas construidos sobre suelos pantanosos, la combinación de informalidad con acceso masivo puede ser sinónimo de desastre.
Para el juez que tramita las tutelas en primera instancia, la justicia constitucional sigue empantanada en la informalidad. Que además es peculiar pues está mezclada con rezagos de formalismo extremo. La restricción de los diez días para el fallo en un ambiente informal es tan insólita como sería en San Victorino la regla que ninguna negociación puede tardar más de tres minutos. En realidad, la oferta del servicio de tutela se puede considerar como un punto intermedio entre castrense, no convencional e improvisada. La directriz administrativa implícita para los jueces de primera instancia es algo del tipo: “atiéndanlos a todos, háganlo rápido, serán cada vez más numerosos, arréglenselas como puedan, no abandonen sus otras responsabilidades, y no le exijan nada al demandante, que esto es informal”.
En materia sustantiva el esquema ha funcionado. En parte porque, como se argumentó, es un arreglo organizativo tipo bazar. Los casos que han permitido consolidar la jurisprudencia no salen de los textos, no son ejemplos de Ticio y Cayo, sino que vienen desde abajo, del mundo real colombiano. El sistema está orientado a la búsqueda de justicia material para los ciudadanos concretos que ven atacados sus derechos. Y ha mostrado las ventajas, el poder de consolidación evolutiva y la adaptación de los esquemas de arquitectura abierta. Por el lado de los procedimientos, sin embargo, se trata de un ente extraño. No sólo no ha logrado encajar en la institucionalidad sino que, al promover la informalidad, se ha atravesado como anti-sistema. No sorprenden los choques con el sector público y con las demás jurisdicciones. Por otro lado, la agilidad se estableció a la antigua, formalmente, por ley. Esta restricción imperativa de los términos, que vino de arriba, es un típico rezago del formalismo. Fue impuesta despreciando cualquier dimensión de los procedimientos con la excepción de la más arriesgada para la justicia: la agilidad.
El dogma de la urgencia, con rango constitucional, parece tan inmodificable que ni siquiera se ha abierto un debate al respecto. No se ve factible que en el futuro cercano se emprenda un estudio serio y riguroso sobre las verdaderas consecuencias de los diez días improrrogables para fallar en primera instancia las tutelas. Pero ya se perciben indicios de las que, secularmente, han sido las consecuencias de las justicias sumarias en cualquier sociedad: la mala calidad de los fallos y la precaria defensa de los derechos de la parte acusada. Ambas, se puede temer, en algún momento empezarán a erosionar la legitimidad del mecanismo.
A pesar de que la agilidad se ha logrado un poco a costa de todo lo demás, entre sus promotores se ha llegado al extremo de plantear que la informalidad expedita de la tutela se podría y debería extender a las demás jurisdicciones. Una perla de esa ingenuidad procesal que rodea a la tutela es la siguiente: “habría entonces que pensar en reformas profundas a los procedimientos judiciales para que éstos adquieran una agilidad semejante, guardadas las proporciones, a la tutela. Por ello, recurriendo nuevamente al lenguaje coloquial, para evitar la “tutelitis” bien valdría la pena intentar “tutelizar” el conjunto del ordenamiento procesal colombiano” [22].
Surge la inquietud de que, de pronto, se busque concretar esta arriesgada recomendación promoviendo una sentencia de la Corte Constitucional en la que se ordene (i) que no sólo las tutelas sino todos los litigios que lleguen a la justicia sean “informales, preferentes y sumarios”, (ii) que se resuelvan todos en menos de 10 días y (iii) que los tribunales superiores puedan escoger a su arbitrio los que consideren dignos de revisión.
El apego de la justicia constitucional a la informalidad proviene de la falta de consideración, casi el franco desprecio, por los asuntos procesales. Lo desafortunado es que se pusieron en el mismo saco los procedimientos legales y los administrativos. Incluso el supuesto de que todos los formalismos y protocolos legales son perniciosos fue apresurado. Históricamente, la mayor parte de los procedimientos surgió para darle garantías a las partes, en particular a la defensa; otros para transmitir, simbólicamente, el mensaje de que la justicia es algo serio, cuya administración requiere un mínimo de respeto, de dignidad.
Por el lado de la demanda, son dos los problemas básicos de la informalidad. El primero, es que no era esa la vía más idónea para institucionalizar, legalizar, civilizar, una sociedad en extremo informal. El segundo inconveniente es haber abierto la brecha por la cual el sector informal, cuasi ilegal, astuto, malicioso, tinterillo, corrupto del derecho colombiano se está empezando a infiltrar en la justicia constitucional para alterar la marcha de los litigios en las demás jurisdicciones. Un pronóstico sensato es que las malas prácticas de los abogados y jueces serán mucho más difíciles de controlar en un entorno informal que en la tradicional justicia formalista.
Por el lado de la oferta, los costos de la informalidad implícita en el desdén por los protocolos y los procedimientos administrativos, son también evidentes. Como después de Woodstock lo podría certificar cualquier organizador de conciertos masivos y gratuitos, mientras más informal y libre de obstáculos sea el acceso para los usuarios, más compleja, planeada y sofisticada debe ser la logística por el lado de la oferta. Se requiere, primero que todo, un entrenamiento intensivo de los operadores, para que no se contagien de informalidad. Es necesario un alto grado de discrecionalidad operacional para enfrentar los imprevistos, que abundan en la atención masiva de usuarios. También son indispensables voluminosos flujos de información sobre el número y las características de los usuarios, sobre la manera como se presta el servicio bajo distintos escenarios, sobre cómo se resuelven los casos, sobre los cambios en el entorno, sobre los puntos débiles del suministro, sobre los trucos de los demandantes, sobre los terceros que se están viendo afectados, además de una permanente y pragmática corrección de las fallas y los errores del diseño inicial. Ninguno de estos detalles organizacionales preocupa a los defensores de la tutela, que parecen seguir a la espera de alguien, de alguna mano invisible, que venga a poner orden en la primera instancia de la jurisdicción.
Son dos los indicios del exceso de informalidad de la tutela por el lado de la oferta. Por un lado, después de 20 años, no es copiosa la evidencia a favor de la formación o entrenamiento de un juez constitucional idóneo en la primera instancia. Por otro lado, no se ha podido desarrollar la capacidad para disponer internamente de la información básica de soporte para las funciones de ese juez, e incluso de los magistrados. Las fallas en el sistema de información sobre las tutelas han sido atribuidas no sólo a la falta de personal “sino también a la falta de diseño y de rigurosidad en el manejo de la base. Estas fallas impiden un análisis completo y sustancial de las tutelas en Colombia: es lamentable que una información tan importante para la protección de los derechos fundamentales y de la administración de justicia sea desperdiciada” [23].
Ni siquiera para la proporción, ínfima, de casos que llegan para revisión por insistencia de los magistrados se ha logrado sistematizar y racionalizar la información. “La Corte Constitucional no dispone de ningún archivo concienzudo y depurado en relación con el universo total de insistencias que han sido presentadas ante la Corporación, ni tiene estadísticas sobre la efectividad de las insistencias de distintos funcionarios, ni tampoco cuenta con material que provea orientación en cuanto a los temas en los que se ha insistido más, o las personas a favor de quienes se insiste con mayor frecuencia” [24]. Si eso está ocurriendo con el cerca de 1% que se considera relevante arriba, mejor no profundizar en la ignorancia de lo que puede estar ocurriendo con el 99% abajo.
Lo más preocupante es que el descuido administrativo, y el desinterés por lo que ocurre en la primera instancia parecen estar agravándose con el tiempo, de manera paralela a la explosión en el número de tutelas. “Un buen ejemplo de la negligencia con la que la justicia mira la práctica de recolección de datos es el cambio efectuado en las fichas de tutela que elabora la Corte Constitucional de todos los casos de tutela que llegan a esa institución. En efecto, desde el 2003, la Corte decidió que en dicha ficha no se incluiría información sobre los hechos ni sobre la motivación de la decisión de instancias” [25].
Al respecto, es reveladora una orden que la Corte Constitucional le dio al Ministerio de Protección Social para que “informe a esta Sala … sobre el número de acciones de tutela interpuestas con el fin de proteger el derecho a la salud” [26]. Así, la misma institución que pretende poner en cintura las viejas estructuras estatales que atropellan los derechos de los ciudadanos tiene que contar con esa burocracia para que le recoja los datos más elementales de su jurisdicción. Difícil imaginar una muestra más clara de informalidad administrativa y organizacional.

Acciones apresuradas [27]

Es la misma Constitución, en su artículo 86, la que define la tutela como un procedimiento preferente y sumario y la que ordena que, “en ningún caso podrán transcurrir más de diez días entre la solicitud de tutela y su resolución”.
A finales del año 1991, en ejercicio de las facultades otorgadas por un artículo transitorio de la nueva carta, se expidió el Decreto 2591 que reglamenta la figura y constituye la base del procedimiento de la acción de tutela. Resulta irónico que el “código procesal” de la médula del nuevo derecho haya sido aprobado por el ejecutivo, sin discusión en el Congreso.
Un punto que sobresale en el mencionado decreto es el énfasis en el término acción, que aparece 45 veces, contra tan sólo cinco del vocablo proceso o seis del procedimiento. En la actualidad, aún no hay acuerdo entre los juristas sobre la naturaleza de la tutela. Para algunos “la acción de tutela no es un proceso formal o especial, mucho menos un juicio. Es una acción inmediata de reacción” [28]. La diferencia esencial entre acción y proceso radica en que éste último empieza a existir “cuando se traba la litis, o sea desde el momento en el que se le notifica formalmente la demanda al demandado”. La acción de tutela, por el contrario, empieza con la solicitud: desde ese momento corren los términos, y, para algunos, podría incluso subsistir sin que la parte demandada se entere. No se trata de un pleito entre dos partes enfrentadas para que el juez decida cual tiene la razón. La tutela “es una relación entre una persona y sus derechos fundamentales, en donde la figura del Otro es accidental. Se trata más bien de que el juez remedie rápido una vulneración a un derecho”. Esta opinión se refuerza al observar que en el decreto que la reglamenta no se habla de demanda sino de petición, se prefiere el término fallo al de sentencia y como se vio, el de acción al de proceso. La Corte ha avalado esta interpretación al señalar que “no se trata de un proceso sino de un remedio de aplicación urgente” [29].
Existe una posición intermedia que rechaza el planteamiento de que no existe litis, lo que llevaría al no requerimiento de informar a la contraparte. Este no es totalmente el caso para la tutela, pues se prevé “que las providencias que se dicten se notificarán a las partes” [30]. El decreto reglamentario habla también del demandado y de la situación litigiosa. Para otros observadores, la existencia de un proceso es evidente, pues en el trámite definido por el decreto 2591, “se observa con meridiana claridad que existen unas partes legitimadas y se establecen las conductas que pueden asumir, al igual que un período de instrucción en el que se incorporan al expediente los suficientes elementos de juicio que le servirán al juez para decidir el asunto y, por último, el correspondiente fallo” [31].
La falta de acuerdo sobre la naturaleza misma del mecanismo, una acción o un proceso, “ha generado una confusión en los jueces encargados de tramitar las acciones de tutela, pues se encuentran ante el interrogante de aplicar de una manera similar o analógica, las instituciones del C. de P.C., convirtiendo la tutela en un verdadero proceso, con partes, pruebas, traslado, alegaciones, etc. o por el contrario, darle tratamiento de un mero procedimiento, breve, sumario, según el imperativo constitucional” [32].
Incluso aceptando que la tutela es un proceso y que, como tal, ofrece garantías para la defensa, existe asimetría entre los derechos del demandante y los de la parte demandada. La informalidad no se extiende al demandado; y la agilidad del esquema lo desfavorece. Como el tema de la contestación de la demanda no fue expresamente regulado, “el artículo 92 del C.P.C. regula los requisitos que debe contener la contestación”. Además, el juez “podrá requerir informes .. y pedir el expediente administrativo o la documentación donde consten los antecedentes del asunto … El plazo para informar será de uno a tres días” [33].
Para el demandado no rige el principio de presunción de inocencia. Sin pruebas adicionales, la simple acusación del demandante puede ser suficiente para fallar en su contra. Por ejemplo, si por cualquier razón el informe de descargos no es remitido antes de tres días, “se tendrán por ciertos los hechos y se entrará a resolver de plano” [34]. Esta consecuencia es más severa que la contemplada en el procedimiento civil en el cual “la falta de contestación de la demanda o de pronunciamiento expreso sobre los hechos y pretensiones de ella, … serán apreciadas por el juez como indicio grave en contra” [35].
La asimetría va más allá de la falta de presunción de inocencia. Parecería haber, por decirlo de alguna manera, presunción de responsabilidad. Aunque el demandado desvirtúe de entrada los hechos de la tutela, el juez puede insistir. “Si del informe resultare que no son ciertos los hechos, podrá ordenarse de inmediato información adicional que deberá rendirse dentro de los tres días con las pruebas que sean indispensables” [36]. En el mismo sentido parece apuntar una inusual concesión al demandante, la corrección de solicitud. “Si no pudiere determinarse el hecho o la razón que motiva la solicitud de tutela se prevendrá al solicitante para que la corrija en el término de tres días” [37].
En cuanto a los plazos, el Decreto 2591 no establece ningún requisito para la notificación de la demanda a la parte afectada. Para los informes de descargos se dice que el juez podrá requerirlos, lo que deja abierta la posibilidad de que no lo haga. O sea que es concebible que un juez pueda dictar sentencia en diez días sin que se le haya notificado la tutela al demandado. “El deber del juez de notificar es una obligación de medio y no de resultado: él debe hacer todo lo posible por enterar al demandado de la existencia de la acción de tutela. Pero si por algún fenómeno extraño tal notificación es imposible, no obstante el intento y el esfuerzo del juez, la acción de tutela sigue su curso. En otras palabras, la ausencia de notificación efectiva al demandado, no obstante la diligencia del juez, no es óbice para que proceda la acción de tutela” [38].
Otro elemento que afecta los derechos de defensa es la confusión alrededor de la identificación misma de la parte demandada. A la informalidad que permite que en la demanda no se precise quien violó el derecho, se suma que, según el decreto reglamentario, “la acción se dirigirá contra la autoridad pública o el representante del órgano que presuntamente violó o amenazó el derecho fundamental” [39]. Se ha argumentado que este artículo induce confusión cuando “quien viola o amenaza tales derechos no es el representante legal de la entidad y por lo tanto no comparece al trámite de la acción de tutela” [40]. Para ayudarle en la tarea al ciudadano que “no conoce la complicada estructura del Estado” y por lo tanto no puede exigírsele “que sea un experto en la materia” la Corte ha indicado que el juez tiene la obligación “de conformar el legítimo contradictorio, en virtud de los principios de oficiosidad e informalidad que rigen la acción de tutela” [41].
En síntesis, en el procedimiento de la tutela se adoptó como escenario típico que el más frágil, vulnerable y poco instruido de los ciudadanos, es quien se enfrenta a una institución estatal ágil, eficaz y, paradójicamente, irrespetuosa de los derechos fundamentales.
El proceso de revisión de sentencias por parte de la Corte ha suscitado diversos comentarios. En principio, el decreto reglamentario prevé que la Corte “designará dos de sus magistrados para que seleccionen, sin motivación expresa y según su criterio, las sentencias de tutela que habrán de ser revisadas” [42]. La Sala de Selección la integran dos magistrados que se rotan mensualmente por sorteo y tiene poder monopólico sobre esta labor. De acuerdo con Néstor Correa, los criterios tácitos de selección son “la necesidad de aclarar el alcance de un derecho, la reiteración de la jurisprudencia, la importancia nacional del tema, el eventual interés personal de un magistrado y sobre todo la unificación de la jurisprudencia” [43].
El creciente volumen de tutelas ha llevado a la necesidad de hacer algunos cambios en la mecánica del proceso de selección [44]. Remitidos por los jueces de primera instancia de todo el paías, a la Corte Constitucional llegan todos los fallos de tutela que han quedado en firme. La Secretaría de la Corte elabora una carátula que identifica el proceso y contiene el mínimo exigido por el reglamento interno: número de expediente, nombres de las partes y derecho fundamental aludido. Hasta el año 2003, las reseñas también incluían una referencia a los jueces de primera instancia, una revisión de fallos anteriores y unas notas sobre las pruebas recaudadas. Esta reseñas se enviaban a una Unidad de Tutelas que emitía un concepto para la Sala de Selección. La responsabilidad de las reseñas ha recaído sobre “auxiliares ad honorem o auxiliares judiciales grado 1 de cada despacho. En general se trata de estudiantes de Derecho o recién graduados … Son las personas que cuentan con menor experticia dentro de la institución, quienes, para agravar la situación, se encuentran cada vez más abrumadas por el aumento exponencial de tutelas que día a día atiborran la entidad” [45].
Una tutela tiene dos oportunidades de ser seleccionada para revisión. Durante un período ordinario la Sala de Selección dispone de 30 días hábiles a partir de la recepción del expediente. Si el proceso se selecciona va a la Sala de Revisión. En caso contrario, un 99% [46] de los casos, se inicia el trámite de insistencia, que pueden promover un magistrado, el Procurador General de la Nación o el Defensor del Pueblo. La Sala puede acoger o no esa insistencia.
La partes en la tutela no juegan ningún papel en el proceso de selección. Esta discrecionalidad de la Corte para seleccionar y revisar las tutelas ha sido criticada, ya que “no existe para quienes fueron parte en el proceso, ni para ningún ciudadano, la posibilidad de dar inicio a la actividad procesal conducente a la revisión de la sentencia de tutela por el alto Tribunal … Cualquier ciudadano puede ver su caso sometido a revisión por la Corte, pero sobre tal eventualidad no tienen ninguna capacidad dispositiva … La existencia de una actuación judicial sin partes, pero cuyos efectos vinculan a las mismas, las cuales no disponen además de ningún recurso posterior para impugnar la decisión de la alta Corte, no parece compadecerse con el derecho de defensa … Esta forma de tutela sin ciudadanos, basada en el argumento de la desigualdad material de los mismos, constituye una igualación in pejus, a la baja, que es justamente lo contrario a lo que exige la consagración constitucional del derecho a la igualdad … No deja de tener un fuerte sabor paternalista y de excesiva confianza frente a un órgano del poder público” [47].
El trámite de insistencia es tan discrecional como el de selección. Puede ser promovido por cualquier magistrado de la Corte, por el Defensor del Pueblo o por el Procurador. De estas tres instancias, la única que tiene establecidos y explícitos unos procedimientos es la Defensoría. Parecería ser la única vía por la cual un ciudadano corriente puede tener algo de ingerencia en que su caso llegue a ser considerado para revisión. En la misma Procuraduría, se considera que la insistencia hace parte de la agenda personal del Procurador, y por la vía de los magistrados de la Corte, el procedimiento de insistencia se puede situar en algún punto entre lo discrecional y lo arbitrario. En todo caso, parece ser poco transparente. Algunos de los mismos magistrados consideran las insistencias “comunicaciones privadas que están protegidas por el derecho a la intimidad y, por tanto, no pueden ser dadas a conocer al público, ni siquiera a efectos de una investigación académica” [48].
El artículo 38 del decreto 2591, prohíbe la actuación temeraria, que define como la presentación repetida de la misma tutela “por la misma persona o su representante ante varios jueces o tribunales”. Se prevé como sanción, para el abogado que la promueva, la suspensión de la tarjeta profesional y, en caso de reincidencia, su cancelación. No se habla de sanciones para cuando el responsable de presentar varias veces la misma tutela actúe sin intermediario, algo que sorprende para un mecanismo diseñado, precisamente, pensando en los ciudadanos que no podían pagar asistencia legal para acudir a la justicia. No queda claro, daba la libertad que existe para que los usuarios escojan juzgado al tramitar sus tutelas, cómo es que se pueden filtrar las actuaciones temerarias. Este sólo artículo, para hacerlo cumplir, exigiría un sistema informático centralizado, y más sofisticado del registro que se lleva, que permitiese detectar los clones de tutelas presentadas en diferentes juzgados. Un caso aparecido en los medios sugiere que tal tipo de filtro no existe y que, por lo tanto, la prohibición de actuaciones temerarias en la tutela es letra muerta. En efecto se sabe, pues él mismo lo pregona en los medios, que un juez penal militar ha interpuesto 22 tutelas en contra de una misma sentencia [49]. Hasta qué punto en esa masa de tutelas no revisadas por la Corte hay varios o muchos casos como este es algo que, por la misma falta de control sobre tal tipo de abusos, no se puede saber con precisión. Pero se trata de una fisura procedimental y administrativa que sería poco sensato desconocer como eventual problema.
El proceso de revisión de tutelas en la Corte hace notorias algunas inconsistencias de la justicia constitucional. En particular, permite apreciar lo precario del papel de la primera instancia en lo que, en un exceso de anglicismo o con algo de eufemismo, se ha denominado el derecho de los jueces [50]. Produce desasosiego saber que cerca del 99% de todos los fallos por los cuales se dejaron de atender miles de litigios de las demás jurisdicciones suben a la Corte de manera ritual para dejar como única huella una mínima y apresurada reseña. Posteriormente, al no ser seleccionados para revisión, vuelven a sus lugares de origen y, en el mejor de los casos, son archivados y se olvidan para siempre. En estos casos, los magistrados ni siquiera leen las sentencias de primera instancia, que les llegan resumidas por unos estudiantes. En materia de jurisprudencia, no debe ser estimulante para un juez del nuevo derecho saber que la más urgente y prioritaria de sus labores cotidianas, la que le implica dejar de lado todos los demás asuntos de su despacho, consiste en armar a la carrera un expediente que con un 99% de chances sólo será medio revisado y reducido a su mínima expresión por un estudiante o abogado inexperto y anónimo de la capital. Además, este paso crucial para la jurisprudencia, también se hace, cada vez más, de manera apresurada. Para estudiar los, en la actualidad, cerca de 1600 expedientes diarios, la Corte sólo cuenta con “6 auxiliares judiciales propios y 27 auxiliares de los despachos sin que ninguno de ellos mantenga una dedicación exclusiva a esta tarea” [51].
Así, la jurisprudencia constitucional, el supuesto derecho de los jueces, es en realidad un derecho de magistrados filtrado a las carreras por juristas en formación. Un pequeño, pequeñísimo cambio administrativo, sobre el que se hará énfasis más adelante, podría contribuir a mejorar tan deplorable esquema: que todos los fallos de tutela, y no sólo los revisados por la Corte, se hicieran verdaderamente públicos y se colgaran en la red. Así, por lo menos, los jueces constitucionales de primera instancia tendrían a quien escribirle y sus afanes recibirían una mínima compensación: la expectativa de reconocimiento o de ser mencionado en un blawg por algún internauta curioso.

Choque de trenes

El señor Sergio Emilio Cadena Antolínez, funcionario del Banco de la República entre 1980 y 1997, fue despedido sin justa causa. En ese momento, estaba amparado por la convención colectiva del Banco, firmada en 1973, de acuerdo con la cual los trabajadores con más de diez años en la institución tienen derecho a su pensión. No se menciona en la convención una edad mínima para ese efecto. El Banco reconoció la pensión pero aplazó la iniciación del pago hasta el momento en que el demandante cumpliera el requisito de edad "de conformidad con la ley". Antolínez presentó ante la justicia laboral una demanda contra el Banco, que fue fallada a su favor ordenando el pago de un poco más de trece salarios mínimos mensuales a partir de la fecha de despido. Ambas partes apelaron la sentencia, que fue confirmada por el Tribunal Superior de Bogotá, aumentando la mesada a diez y ocho salarios mínimos. El Banco presentó recurso de casación ante la Sala Laboral de la Corte Suprema. En su sentencia el máximo Tribunal consideró que el juez había incurrido en “yerro evidente” al no tener en cuenta una convención anterior del mismo Banco, de 1967, en la cual sí se establecía una edad mínima para poder disfrutar de la pensión. Antolínez interpuso una acción de tutela alegando que la interpretación de la Corte Suprema violaba sus derechos fundamentales. La Corte Constitucional ordenó anular la sentencia de casación que “había vulnerado los derechos del trabajador al restar a la convención colectiva su naturaleza de acto solemne y fuente formal de derecho laboral e interpretarla en franco desconocimiento de los valores, principios y derechos constitucionales de los trabajadores” [52].
Edgar Perea, conocido locutor deportivo, fue elegido senador para el período 1998-2002. Al empezar a ejercer sus funciones renunció a su trabajo en empresas radiales, pero actuó de manera esporádica como narrador y comentarista. En mayo del 2000, una ciudadana señaló ante el Consejo de Estado la incompatibilidad entre la labor de Perea en el Congreso y cualquier empleo público o privado. Ese mismo año, la Sala Plena de esa corporación decidió decretar la pérdida de investidura por considerar que había ejercido, simultáneamente con su desempeño en el Congreso, el oficio de locutor y comentarista deportivo. Perea presentó una tutela contra la providencia, que fue declarada improcedente por la Corte Constitucional, pues aún no se había agotado la vía de la revisión. Esta acción extraordinaria fue negada por el Consejo de Estado y Perea interpuso una nueva tutela por violación de sus derechos fundamentales, en particular sus derechos políticos, y su derecho al libre desarrollo de la personalidad. “La Corte Constitucional concedió la protección de los derechos fundamentales al debido proceso, al ejercicio de cargos y funciones públicas, de ejercicio y control del poder político, al trabajo, al libre desarrollo de la personalidad, a la igualdad y a la libertad de expresión del actor” [53]. La Corte se abstuvo de ordenar el reintegro de Perea al Congreso pues el período para el cual había sido elegido ya había expirado.
A principios del año 2009, un juez especializado de Bogotá ordenó la libertad del ex congresista Luis Fernando Almario, señalado por la Fiscalía de ser el autor intelectual del homicidio de la familia Turbay Cote. El Juez de tutela alegó que se había violado el derecho al debido proceso y decidió que el expediente volviera a la fase de instrucción, dejando en libertad a Almario. Un año antes, la Corte Suprema de Justicia lo había acusado con base en el testimonio de varios testigos que indicaban que Almario, opositor de los Turbay en el Caquetá, buscó apoyo de las FARC para atacarlos. Uno de los testigos, detenido por narcotráfico, señaló que el político había convencido a la guerrilla de que los Turbay habían traído los paramilitares, instigando el asesinato. Al parecer, quien había llevado los paras al Caquetá era el mismo Almario. Un ex jefe de milicias de las FARC también había declarado que el ex parlamentario del Caquetá era el autor intelectual del homicidio.
En la indagatoria inicial, Almario contó su vida sin que nadie lo interrumpiera. Después, el abogado no se presentó en dos ocasiones y el representante a la Cámara renunció a su curul. Al pasar el proceso a la Fiscalía, se dio por terminada la indagatoria y se lo llamó para ampliación de indagatoria. El juez de tutela consideró que no era ampliación sino continuación de indagatoria y por eso consideró violado el debido proceso.
Este no era el primer tutelazo de Almario. En enero del 2008, el Consejo Seccional de la Judicatura de Cundinamarca había fallado una tutela a su favor, ordenando el traslado del juicio al juzgado de Florencia. En el fallo de tutela se adujo que se había vulnerado el derecho a la legítima defensa. La Corte Suprema ya había ordenado que el juicio se hiciera en Bogotá y no en Florencia pues allí no había garantías de independencia, dada la influencia de grupos armados ilegales sobre las autoridades locales. La Sala Penal de la Corte, sorprendida por el desafío a una decisión suya por un tribunal inferior, impugnó el fallo de tutela. Antes de que este quedara en firme, asesinaron a un testigo clave del caso. El Consejo Superior de la Judicatura decidió que Almario fuera juzgado en Bogotá. Para Febrero de 2009 se estimaba en 38 el número de personas asesinadas con algún tipo de vínculo con el caso [54]. Ninguna de las dos tutelas interpuestas por el ex congresista ha sido escogida para revisión por la Corte Constitucional [55].
Las diferencias entre Antolinez y Perea, por un lado, y Almario por el otro son sustanciales. Pero muestran con claridad que el mecanismo de la tutela contra providencias judiciales puede ser utilizado a ambos lados de la legalidad. Desde uno, tal vez, se puede nutrir la jurisprudencia; desde el otro, casi seguro, se fomentará la jurisnecedad. Una cosa tienen en común los tres personajes y es que difieren de la figura idealizada del ciudadano vulnerable, alejado de los estrados judiciales por su temor al formalismo, que tal vez ni sabe escribir, y que necesita la informalidad de una instancia judicial para hacer valer sus derechos. Los tres personajes, al igual que virtualmente todos los que han recurrido a la tutela para desafiar sentencias judiciales, contaban con los servicios de abogados.
El caso Almario fue escogido para este ensayo adrede por su gravedad, para señalar los costos de las tutelas contra providencias. No se plantea que sea común, ni siquiera representativo; la intención era dramatizar. Se buscó, entre los recortes de prensa sobre tutelas coleccionados en los últimos dos años, el que de manera más rotunda contribuyera al argumento de que las tutelas que se saltan jerarquías y cruzan jurisdicciones son problemáticas y pueden tener consecuencias graves.
Los casos Antolínez y Perea, por el contrario, se tomaron de un trabajo de Catalina Botero [56] en el que explica, y defiende, la tutela contra providencias. No se entiende bien por qué esta autora, para fortalecer su razonamiento, no adoptó una estrategia más decidida; por qué no se esmeró en buscar casos más ejemplares, más impactantes. Hubiesen sido ilustrativas un par de sentencias de las altas cortes realmente arbitrarias a la luz de la nueva Carta. Que con sólo leerlas, cualquier persona, sin necesidad de mayor conocimiento jurisprudencial o constitucional, captara de inmediato el mensaje de gravedad, de urgencia, de injusticia intolerable, de abuso evidente y flagrante, de vía de hecho notoria, de clamor por la protección de derechos fundamentales irrespetados. Sería preocupante pensar que, entre todas las sentencias de la Corte Suprema revocadas por una tutela, los casos Antolínez y Perea hacen parte de los “de mostrar”, de los notorios, de los que no dejan dudas sobre las ventajas de este debatida prerrogativa de las tutelas.
Desafortunadamente, para el lego, lo que caracteriza los casos del funcionario bancario y el congresista locutor es su banalidad, su escasa capacidad para indignar, incluso para conmover. El derecho de Antolínez a disfrutar, contra lo decidido por la Corte Suprema de Justicia, de su jubilación antes de la edad en que lo hacen los demás colombianos, o el de Perea a trabajar en su oficio en forma paralela con su labor de congresista, no parecen ser apabullantes como justificación para el desorden que implica la facultad de una tutela para revertir providencias judiciales. Lo que se logró con esto casos en materia de constitucionalización de la jurisprudencia colombiana, tampoco parecería ser un tema digno de un estudio de derecho comparado, ni de una conferencia internacional. Salvo, obviamente, entre los puristas, entre los obsesionados más por la perfección institucional que por las injusticias graves y concretas de los ciudadanos.
Los derechos de Antolinez y Perea finalmente amparados por la Corte, difícilmente encajan en la definición sugerida por Diego López de lo que es un derecho fundamental: “la decisión política y moral que hemos tomado de respetarle a una persona una libertad o una prestación así se caiga el mundo”. Tampoco convence que hagan parte del “conjunto de atribuciones, libertades, servicios y prerrogativas que, como sociedad, estamos dispuestos a tolerar y a financiar a toda costa” [57]. En el caso de Perea, además, el desafío a la sentencia del Consejo de Estado acabó siendo un ejercicio puramente académico, un debate de principios jurídicos, pues al salir el fallo de la Corte ya no había ningún derecho concreto que proteger.
El caso Almario, como se anotó, es uno de los más dramáticos y extremos, del uso de tutelas contra providencias judiciales, pero no es el único. Vale la pena mencionar unos pocos, que no requieren comentarios. Simplemente ilustran un consolidado e informal desorden, y permiten abrigar temores sobre lo que puede estar pasando en esos cientos de miles de casos que no salen a la luz pública ni llegan a la Sala de Revisión de la Corte Constitucional.
“Un choque de trenes se originó con la sanción de un Juez que concedió tutelas en contra de Cajanal luego de que la Sala Disciplinaria de la Judicatura le había dado la razón al disciplinado a través de otro fallo de tutela. Se trata del Juez Segundo Civil de Magangué, quien amparó los derechos de 95 maestros que reclamaban su derecho a la pensión, por un valor global de 21.000 millones de pesos, lo que motivó en su contra una suspensión de tres meses por parte de la Sala de Descongestión del Atlántico. Sin embargo, la Sala Disciplinaria de la Judicatura había confirmado la validez de la determinación del operador jurídico, tras revocar la decisión del Seccional de Cundinamarca que, a su vez, había negado una tutela por violación al debido proceso, igualdad y derecho la seguridad social que había interpuesto el defensor de los profesores. La Judicatura había precisado que no había lugar a desconocer la decisión del Juez de reconocer los derechos de los maestros, toda vez que la acción en cuestión había hecho tránsito a cosa juzgada sin que la Corte Constitucional la hubiera escogido para revisión. Pese a que esa determinación del Consejo Superior instaba al cumplimento de la tutela fallada por el Juez de Magangué, la Sala Dual de Descongestión del Atlántico consideró que éste había errado, pues además había ordenado el embargo de las cuentas de Cajanal que, por ser estatales, se consideraban inembargables” [58].
“La Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura revocó este lunes la condena a seis años de cárcel y 90 meses de inhabilidad para ejercer cargos públicos a Arabella Velásquez, representante a la Cámara por Guanía” [59]. Miguel de la Espriella, condenado por parapolítica, quedó en libertad gracias a una tutela de la misma sala.
“Presentan tutela contra decisión de Corte Suprema de investigar a congresistas por votar referendo. El demandante pide que se proteja el derecho fundamental a la participación política de los ciudadanos en general y el derecho al debido proceso de los 85 representantes de la Cámara contra quienes la sala penal de la Corte abrió indagación preliminar” [60].
“La Corte Constitucional acaba de sacar un auto ordenando parar todos los nombramientos de notarios por la vía de tutelas o de sentencias mientras falla una tutela sobre el tema. Con esto, la Corte quiere ponerle freno a la práctica, sobre todo del Consejo Superior de la Judicatura, de nombrar notarios que perdieron el concurso por esta via alterna” [61].
“El destituido gobernador del Valle Juan Carlos Abadía interpuso una tutela ante el Consejo Seccional de la Judicatura del Valle, alegando su derecho al debido proceso. Esa instancia admitió la tutela la semana pasada, y aunque todavía no ha dado su fallo definitivo, con un afán inusual ordenó como medida temporal restituir al gobernador” [62].
Como lo sugieren estos relatos, en materia procesal, el punto más agitado, y de consecuencias más impredecibles, ha sido el de las tutelas contra providencias judiciales. A su vez, el derecho fundamental más invocado por los indelicados, los informales y los ilegales, ha sido el del debido proceso. En la jurisprudencia procesal “hacia adentro” de la Corte Constitucional, el de las tutelas contra providencias judiciales también ha sido uno de los asuntos más debatidos entre los juristas, incluso entre los mismos magistrados constitucionales. Dado el grueso calibre jurídico del debate [63], produce temor opinar sobre la materia. Cualquier persona, sin embargo, con la simple lectura de prensa puede intuir que allí ha habido, y sigue habiendo, fallas graves. Algunos incidentes alrededor del debate no se pueden calificar sino de lamentables. Y eso es evidente incluso para el lego. O, tal vez, solamente para el lego; porque los constitucionalistas, aferrados a sus últimos dogmas, no lo ven tan claro. Lejos de pretender terciar en el fondo jurídico del debate, vale la pena simplemente mencionar algunos de esos incidentes, que no dejan un buen sabor [64].
a) En los 12 años de la Carta, se (han) elaborado cuatro proyectos de reforma constitucional para suprimir la acción de tutela contra sentencias
b) Uno de los primeros fallos ... tuvo lugar a raíz de la revisión de una Sentencia de la Sala Civil de la Corte Suprema, en virtud de la cual esta Sala se declaraba abiertamente incompetente para conocer de las acciones de tutela interpuestas contra sentencias de cualquier otra Sala de la misma Corporación.
c) La polémica en torno a la tutela contra sentencias se acrecentó hasta el punto de que algunos magistrados de la Corte Suprema llegaron a indicar que la Sala de la Corte Constitucional … había incurrido en el delito de prevaricato.
d) A través de la sentencia C-543 de 1992, en un fallo profundamente dividido la Corte decide declarar la inconstitucionalidad de los artículos 11 y 40 del decreto 2591 de 1991 … La Corte Constitucional cierra el paso a la procedencia de la acción de tutela contra providencias judiciales … Sin embargo … la sentencia, en un párrafo, aceptó que de manera excepcional podría proceder la tutela contra “vías de hecho judicial”.
e) La decisión de la Corte Constitucional tuvo como efecto limitar radicalmente la procedencia de la acción de tutela … pero es también esta decisión la que permitió que la tutela procediera en cualquier tiempo, ante cualquier juez y sin requisitos especiales de procedibilidad
f) El 19 de marzo de 2002 la Corte Suprema de Justicia declaró públicamente su intención de inaplicar los fallos de tutela proferidos por otras corporaciones judiciales que ordenaran anular o modificar las providencias que dicha Corte hubiera emitido como máximo tribunal de la jurisdicción ordinaria
g) La Corte Constitucional en respuesta a las solicitudes de los ciudadanos, solicitó a la Corte Suprema que le enviara los expedientes (de tutelas contra sentencias) para verificar los hechos denunciados. La Suprema se negó a remitir los expedientes y reafirmó su voluntad de archivar las nuevas acciones
h) Fue entonces cuando la Corte Constitucional consideró que la única manera de lograr que los ciudadanos pudieran acudir a la tutela contra sentencias de la Corte Suprema era permitir que otros jueces distintos a la propia Corte fueran competentes para conocer de dichas acciones. En consecuencia, la Corte Constitucional expidió el Auto del 3 de febrero de 2004, en el cual resolvió que en aquellos casos en los cuales la Corte Suprema de Justicia se negara a dar trámite a una acción de tutela … podrá el ciudadano acudir a otro juez para que este estudie si la sentencia impugnada violó sus derechos fundamentales.
i) Inmediatamente se produjo la reacción de la Corte Suprema. Según sus declaraciones, la Corte Constitucional estaba ejerciendo poderes “tiránicos” y extralimitando sus competencias, todo lo cual había que acabar de raíz, suprimiendo por vía constitucional la procedencia de la tutela contra sentencias.
Se puede estar en desacuerdo con la Corte Suprema cuando propone que se supriman constitucionalmente las tutelas contra sentencias. Pero es imposible no opinar que ese tipo de tutelas merecerían menos informalidad. En las comparaciones internacionales que Catalina Botero hace sobre la preeminencia de lo constitucional en otros países, como Alemania o España, se echa de menos una breve referencia a las formalidades requeridas en esos países para desafiar sentencias de tribunales superiores.
El otro punto inobjetable es que el choque de trenes con los demás altos Tribunales lo resolvió la Corte Constitucional, si no de manera necesariamente tiránica, por lo menos de forma irrazonable y poco asertiva. Incomoda bastante que este difícil conflicto se haya resuelto con un mero Auto, unilateral, y no con un amplio debate político.
Pocas actuaciones como esta de la Corte, autorizar que cualquier juez pueda revisar una sentencia de la máxima instancia de la justicia ordinaria, reflejan mejor el lado perverso de esa mezcla entre informalidad –todo vale- y formalismo –hay que preservar los principios cueste lo que cueste- del constitucionalismo colombiano. Sorprende, además, que semejante paso en falso no haya despertado la más mínima reacción crítica de los constitucionalistas. Catalina Botero, por ejemplo, se limita, respaldando la decisión, a afirmar que era la “única manera” de enfrentar la situación. Claramente no era la única, ni la mejor opción de abordar tan delicado conflicto. Había alternativas menos pendencieras. La más obvia, la más civilizada, la más procedente, hubiese sido, como ella misma sugiere para un desacuerdo anterior, un “debate de fondo que con intervención de la academia, la rama judicial y en general, los operadores jurídicos, así como los órganos políticos, (que) permitiera aclarar los extremos de la discusión y llegar a acuerdos razonables” [65] . Había otra, que se adoptó cuatro años más tarde por la misma Corte en la cual, al menos, se respetan las jerarquías: “solicitar ante la Secretaría General de la Corte Constitucional, que radique para selección la decisión proferida por la Corte Suprema de Justicia en la cual se concluyó que la acción de tutela era absolutamente improcedente, con el fin de que surta el trámite fijado en las normas correspondientes al proceso de selección. Para este efecto, el interesado adjuntará a la acción de tutela, la providencia donde se plasmó la decisión que la tutela era absolutamente improcedente, así como la providencia objeto de la acción de tutela” [66].
Otro aspecto incómodo de esta informalidad formalista de las tutelas contra providencias es que no es simétrica entre jurisdicciones. Cualquier juez puede aceptar una tutela para examinar en diez días un proceso de varios años que ha llegado a la Corte Suprema, pero en la otra vía, ningún tribunal ni ningún juez puede revisar las irregularidades procesales de un fallo de tutela. Esta restricción sorprende cuando un número considerable de tutelas bien podrían caerse por el denominado defecto fáctico, o sea “cuando el juez carece del apoyo probatorio que permita la aplicación del supuesto legal en el que se sustenta la decisión” [67]. Como se ilustra más adelante con algunos ejemplos, y es algo que se puede intuir ocurre de manera generalizada, parece común en las tutelas revisadas por la Corte que el fallo de primera instancia se dicte sin las pruebas suficientes para hacerlo. Por esa razón, en las revisiones, la misma Corte empieza recogiendo las pruebas prácticamente desde cero.
La manera como la Corte Constitucional ha justificado esta asimetría –todo es tutelable por vicios de procedimiento menos las mismas tutelas- es, valga la redundancia, magistral en su formalismo. “Los debates sobre la protección de los derechos fundamentales no pueden prolongarse de manera indefinida, mucho más si todas las sentencias proferidas son sometidas a un riguroso proceso de selección ante esta Corporación, proceso en virtud del cual las sentencias no seleccionadas para revisión, por decisión de la sala respectiva, se tornan definitivas” [68]. La lógica es asombrosa: si la Corte no seleccionó una tutela para revisión, lo que ocurre en el 99% de los casos, y si ningún magistrado insistió, es porque la tutela no debe tener vicios procesales; por lo tanto, es redundante una instancia para que las partes afectadas por esos fallos aleguen fallas en los procedimientos.
Se puede temer que el verdadero desastre de las tutelas contra providencias se está produciendo dentro de ese 99% de casos que no revisa la Corte, en esa masa caótica de tutelas que se resisten a ser analizadas, y que sólo siguen siendo mencionadas como síntoma de buena salud de la justicia constitucional. Con total tranquilidad, Catalina Botero, se limita a señalar que la Corte ha revisado tan sólo unas 500 sentencias contra distintos tipos de decisiones judiciales [69]. Incurriendo en el mismo error de la mayor parte de los trabajos estadísticos sobre la justicia constitucional, ni siquiera menciona, como si no existiera, lo que realmente está haciendo daño, la avalancha de fallos de primera instancia. Para el año en que se escribió el artículo, el 2005, la Corporación Excelencia en la Justicia (CEJ) estima en cerca de 40 mil el número de tutelas que invocaban el “debido proceso”. Para el período 2003-2008, la suma total de tutelas para proteger ese mismo derecho fue superior a 220 mil [70].
El debate jurídico sobre las tutelas contra providencias, y la manera azarosa como la Corte Constitucional lo ha tratado de resolver, tuvo dos efectos colaterales negativos. El primero, simbólico, fue mandar el mensaje a los afectados por los fallos de tutela que estos a veces son tan arbitrarios que se pueden incumplir incluso en los altos tribunales. El segundo impacto fue el contagio de la informalidad a las demás jurisdicciones que padecían problemas más simples y seculares, como la congestión.
Si los litigantes de la justicia ordinaria han acudido cada vez más a la tutela para agilizar sus procesos es porque la Corte ha avalado tales atajos. “Nada obsta para que por la vía de la tutela se ordene al juez que ha incurrido en dilación injustificada en la adopción de decisiones a su cargo que proceda a resolver o que observe con diligencia los términos judiciales” [71]. No sorprende que un incremento importante (casi 70%) en las tutelas para proteger el derecho al debido proceso se haya dado precisamente en el año 2004, el del desafortunado Acuerdo 04 que autorizó el “todo vale” [72].
Lo que resulta difícil de entender es que ni la Corte Constitucional, ni sus seguidores, muestren suficiente preocupación por ese daño colateral. Se puede sospechar que lo que está erosionando la capacidad de análisis crítico es un rezago del formalismo. Errores como los que están ocurriendo en la justicia constitucional de primera instancia, y la insistencia ilustrada en que allí no pasa nada, son un indicio de que en la discusión ha faltado el polo a tierra.

Rezagos de formalismo

En cuanto a la jurisprudencia procesal “hacia afuera”, son varias las oportunidades en las que la Corte Constitucional se ha ocupado de la congestión y la demora de los procesos en la justicia ordinaria [73]. Un comentario general sobre este conjunto de pronunciamientos es la precariedad de su alcance tanto informativo, como analítico y práctico. A diferencia de las ejemplares sentencias sustantivas en las que, para temas complejos y controversiales, se abordan todas las aristas de un problema, se recurre a la opinión de expertos, se consulta a los distintos afectados, se hace un impecable resumen del estado del arte sobre un tema y, sobre todo, se observa sin prejuicios normativos la realidad, de este grupo de textos sobre aspectos procesales no es posible extraer mucho conocimiento, teórico o práctico. Mucho menos algo de sabiduría. La doctrina de la Corte sobre lo procesal en la justicia ordinaria no ha evolucionado; es estática y reiterativa. Si no se percibe acumulación de experiencia relevante para mejorar el funcionamiento de la tutela, mucho menos para facilitar la coexistencia con las demás jurisdicciones que sufren sus daños colaterales.
La falta de consideración con el régimen procesal pre constitucional, o el de la justicia ordinaria, es palpable. Según la Corte, uno de los propósitos de la nueva carta fue “ofrecer a todas las personas la ocasión de obtener, sin mayores disquisiciones [74] ni controversias de orden procedimental o formal, el efectivo amparo a sus derechos” [75]. En varias sentencias se habla de la “paquidermia judicial”.
Cuando se mencionan, las hipótesis sobre la endémica lentitud de la justicia son generales, simplistas y poco verificables. Una de ellas, por ejemplo, es de índole cultural: “la Constitución Política de 1991 está inspirada, entre otros muchos, en el propósito definido de erradicar la indeseable costumbre, extendida entre los jueces pero también entre otros funcionarios públicos de incumplir los términos procesales” [76]. A veces se sugiere que, entre los jueces, podría haber un problema básico de falta de compromiso con las directrices de la nueva carta. En otro lugar se reconoce “que pueden darse circunstancias, ajenas a la incuria o la pereza del juez, en las que materialmente sea imposible resolver dentro de los términos judiciales, afectando obviamente al conjunto de quienes demandan o esperan decisiones de la administración de justicia” [77]. También se acepta que “en ocasiones el prolongado trámite de los procesos obedece a tretas, argucias o maniobras dilatorias de apoderados inescrupulosos” [78]. En síntesis, las críticas a la otra justicia, transmiten la impresión de que el problema de retardos y congestión se origina en un mero descuido, en falta de interés, en una especie de apego irracional a “las ritualidades innecesarias” [79]. Consecuentemente, se da por descontado que simplemente insistiendo en el mandato de prestación ágil del servicio, citando las normas, se pueden lograr mejoras sustanciales.
El inicio de esta nueva era de preocupación por la lentitud de los procesos puede situarse en las deliberaciones de la Asamblea Nacional Constituyente. “En la Ponencia por los delegatarios Jaime Fajardo Landaeta y Alvaro Gómez Hurtado el 5 de abril de 1991, se proponía consagrar como principio de administración de justicia el de celeridad, con el siguiente texto: "Los términos procesales son improrrogables y obligan tanto a las partes como a los jueces. El funcionario que incumpla los términos procesales sin causa justificada incurrirá en causal de mala conducta … La Delegataria María Teresa Garcés Lloreda proponía también la institucionalización de la mora en las decisiones y trámites judiciales como causal de mala conducta” [80]. No sobra señalar lo desacertado que resulta achacar a la falta de interés por resolverlos los problemas moratorios de la justicia cuando se sabe que esta ha sido una preocupación secular, anterior a los Reyes Católicos [81]. También ha sido, de manera recurrente, una verdadera obsesión de los reformadores judiciales.
No es apresurado calificar de formalistas las sentencias de la Corte Constitucional sobre la lentitud de los procesos. Encajan bien en la definición de formalismo como “el hábito intelectual de los estudiosos de derecho para quienes un problema se resuelve predominante o exclusivamente mediante el análisis, más o menos detallado, de las reglas que se han promulgado al respecto” [82].
En esas sentencias, en efecto, con el más rancio formalismo, la Corte se limita a recordar el deber ser sin la más mínima referencia al cómo se podría hacer. "El funcionario judicial -el juez- debe velar por la aplicación pronta y cumplida de la justicia. Los términos procesales son improrrogables y obligan tanto a las partes como a los jueces. El funcionario que incumpla los términos procesales o que dilate injustificadamente el trámite de una querella, solicitud, investigación o un proceso sin causa motivada, incurrirá en causal de mala conducta. El abuso en la utilización de los recursos y mecanismos procesales, que conducen a la dilación de los trámites jurisdiccionales, contraría este principio. Se debe por tanto fortalecer la institucionalización de la mora como causal de mala conducta, para obligar al Juez a cumplir estrictamente los términos procesales y a darle un curso ágil y célere a las solicitudes que ante la administración judicial presenten los ciudadanos, dentro de la garantía consagrada en el artículo 29 de la Constitución - el debido proceso-" [83].
El análisis sobre las consecuencias de la congestión y la lentitud no es mucho más concreto, profundo o pertinente. La Corte respalda, sin mayores precisiones ni evidencia, la idea vaga que la dilación “fomenta el fenómeno de impartir justicia por propia mano, el cual va atado al problema de la violencia, que tan graves características presenta en Colombia” [84]. Causa desconcierto que este enunciado se haya hecho en un caso por demora de un proceso ante un Tribunal Administrativo. Varios de los incidentes de dilación de los que se ha ocupado la Corte tampoco encajan en la temida secuencia lentitud-justicia privada-violencia, pues han tenido que ver con procesos de pago de pensión y han sido promovidos por personas de la tercera edad. O sea, casi la antítesis del escenario proclive a la respuesta violenta.
El otro punto que resulta difícil de digerir es la consideración que el simple exceso de trabajo no puede justificar el incumplimiento por parte de los jueces; esto, según la Corte, debería darse únicamente ante “situaciones imprevisibles e ineludibles”. “Solamente una justificación debidamente probada y establecida fuera de toda duda permite exonerar al juez de su obligación constitucional de dictar oportunamente las providencias a su cargo, en especial cuando de la sentencia se trata. La justificación es extraordinaria y no puede provenir apenas del argumento relacionado con la congestión de los asuntos al despacho” [85]. Difícil imaginar, salvo en el mundo formal e idealizado de las normas, algún entorno en el cual tenga algún sentido afirmar que un volumen importante de cosas por hacer no tiene por qué afectar la agilidad con que se hacen.
En asuntos procesales, una sentencia digna de análisis es la T-030-05 [86]. En 1999, RSC, antiguo empleado del Banco Popular, solicitó la liquidación de su pensión de jubilación. Al negarse la entidad a tal pretensión, presentó demanda ordinaria en el Juzgado 10 Laboral de Bogotá. Una vez cerrado el debate probatorio, en Mayo de 2003, el juez fijó fecha para la audiencia de juzgamiento 14 meses más tarde. Por esta razón RSC interpuso una acción de tutela para que se ordenara al juez a proferir sentencia en el término legal de 40 días. Por reparto, la tutela llegó al Tribunal Superior de Neiva, que se abstuvo de tramitarla para volver a la Sala Laboral del Tribunal Superior de Bogotá. Esta sala denegó la acción de tutela al considerar, con algo de realismo y sentido común, que la difícil situación de congestión de algunos despachos les impide evacuar los negocios cumpliendo los términos procesales. La decisión no fue impugnada.
Entre las pruebas decretadas, y haciendo caso omiso del punto crucial del caso, el exceso de trabajo del juzgado, la Corte le ordena al Juez y a tres de sus colegas que hagan una tarea adicional, sobre números y plazos de casos similares. Uno de los jueces no respondió. Las respuestas del Juez 10, irreverentes, no debieron ser del agrado de la Corte. Precisa que aunque fijó un plazo de 14 meses no es seguro que pueda cumplirlo, pues es tan crítica la congestión de su juzgado que todas las fechas que él fija son tentativas. Aclara que “es imposible cumplir las fechas fijadas y actualmente las sentencias se están dictando a 26 meses del cierre del debate retraso que tiende a aumentar constantemente”. El juez anota que ya ha enviado dos oficios al Consejo Superior de la Judicatura para que atiendan el problema de congestión en su despacho. Considera que es imposible observar los plazos previstos por la ley a causa de las múltiples competencias adicionales introducidas, que van “desde la inmediación en las audiencias, la resolución de decenas de cuestiones interlocutorias, recursos de reposición, la expedición de hasta 45 sentencias de tutela, como acaba de ocurrir en este juzgado en el pasado mes de mayo, y la atención de 130 procesos ejecutivos”. A principios del 2004, el CSJ crea transitoriamente dos juzgados de descongestión a los que son repartidos 300 procesos por despacho, “en estricto orden cronológico a partir del más antiguo”. El proceso en cuestión hace parte de los procesos remitidos para efectos de descongestión. De todas formas, la Corte Constitucional decide revocar la sentencia del Tribunal Superior y ordena al Juez 10 que dicte sentencia en el término de 48 horas.
En la sentencia de la Corte no queda clara la consideración de que hubo negligencia en sus funciones por parte del juez. El texto es rico en recorderis generales sobre cómo deberían funcionar las cosas, pero no mucho más. Se hace alusión tanto a normas de distinto nivel -Artículo 241 C.P. y Ley 270 de 1996, sentencias anteriores- como incluso a las razones que, en la Asamblea Constituyente, dieron influyentes personajes políticos para que se garantizara una justicia sin dilaciones. Como si hiciera falta, se evoca que los jueces, “deben ejercer sus funciones en la forma prevista por la Constitución, la ley o el reglamento” y se le recuerdan las sanciones que puede enfrentar por retrasos injustificados.
Con poco pragmatismo y sólo formalismo, como si se tratara simplemente de enderezar la pereza e intensificar las buenas intenciones, se le insiste al juez que “cada vez se reclama con mayor ahínco una justicia seria, eficiente y eficaz en la que el juez abandone su papel estático, como simple observador y mediador dentro del tráfico jurídico, y se convierta en un partícipe más de las relaciones diarias”.
Al acucioso y atiborrado juez no sólo se le reprocha que ha debido cumplir con los plazos legales, sino que se le dice que esa celeridad imposible, además, es insuficiente, puesto que “los jueces no satisfacen la función que se les ha endilgado con el mero cumplimiento de los términos procesales, pues si bien con ello se materializa el principio de celeridad, estarían inobservando el principio de eficiencia conforme al cual, las providencias judiciales deben contener una resolución clara, cierta, motivada y jurídica de los asuntos que generaron su expedición, teniendo claro, que la finalidad de toda la actuación es la de maximizar el valor justicia contenido en el Preámbulo de la Constitución”.
Irónicamente, mientras se le pide al juez que para el sustento de sus fallos se base en un “conocimiento real de las situaciones que le corresponde resolver”, es poco lo que se le sugiere que haga ante las circunstancias reales, objetivas y aparentemente irresolubles que enfrenta para poder cumplir sus funciones: una avalancha de procesos, incluyendo tutelas, que no cesan de llegar a su despacho. Además se le invita a que, con fe de carbonero, se las arregle como sea para resolver lo insoluble: “en cada uno de los juzgados de la República, en todas las instancias, radica una responsabilidad similar, cual es la de hacer realidad los propósitos que inspiran la Constitución en materia de justicia, y que se resumen en que el Estado debe asegurar su pronta y cumplida administración a todos los asociados; en otras palabras, que ésta no sea simple letra muerta sino una realidad viviente para todos”.
Si el contenido de la sentencia es vacuo, el estilo es formal, distante, como un sermón de cardenal. Por su redacción se puede sospechar que nadie de la Corte habló directamente con el juez en cuestión. Esa faceta crucial, el contacto humano directo, no hace parte de la informalidad de la tutela. La etapa de pruebas se hizo a la antigua: desde el escritorio y con memoriales. Ni asomo de trabajo de campo o de exploración directa en el terreno; mucho menos de algo que sería útil en este tipo de casos: observación participativa. El juez no estuvo en la Corte, ni alguien de allí fue al juzgado, que queda en el mismo barrio, a escasos 300 metros del Palacio de Justicia. Nadie se acercó al piso 9 del edificio Nemquetaba, en la Carrera 7 No. 14-23, para constatar qué es lo que ocurre en ese juzgado real, con paredes, ventanas, muebles, archivadores y expedientes, un día cualquiera. Al menos para verificar si se respira ambiente inquieto y atareado o, por el contrario, un ritmo flojo y a media marcha que requiera un llamado de atención con alusión a las normas que regulan los plazos. Ni siquiera se consideró útil que el magistrado auxiliar, o algún estudiante supernumerario, se tomara un café con el juez para que le contara en detalle sus cuitas que, tal vez, por atender tanto proceso ordinario y tanta tutela urgente, no tuvo tiempo suficiente para plasmar exhaustivamente en un memorial. Es fácil apostar que una sola de esas acciones artesanales hubiera enriquecido la sentencia.
Si la aversión y desprecio por la realidad procesal persiste dentro del territorio cotidiano de los magistrados, bajo un escenario al que podrían llegar caminando, es mejor no pensar lo que ocurre cuando se trata de valorar las circunstancias de las dilaciones injustificadas en los juzgados de lugares tórridos e inhóspitos, alejados física y culturalmente de la capital.
Para la revisión de esta tutela no se llamaron expertos en psicología industrial y estrés, ni siquiera un grupo de estudiantes de ingeniería con conocimiento de tiempos y procedimientos, para tratar de contrastar una insólita pretensión de la Corte: que la carga del juzgado no tiene por qué afectar la demora en tomar decisiones. “A los funcionarios no les basta con aducir exceso de trabajo o una significativa acumulación de procesos para que el incumplimiento de los términos judiciales sea justificado, pues no se puede hacer recaer sobre la persona que acude a la jurisdicción la ineficiencia o ineficacia del Estado, desconociendo sus derechos fundamentales”.
En últimas, en materia procesal, la Corte adopta el supuesto típico del formalismo, que las leyes son suficientes para determinar los comportamientos, en forma independiente de las realidades que se enfrentan. Lo norma dice, ergo así debe ocurrir; que la realidad se acomode al dictum. La sentencia analizada casi bordea el fundamentalismo, en el sentido que promueve la interpretación casi literal de un texto, la Carta, como autoridad máxima ante la cual ninguna otra autoridad, ni la misma realidad, pueden invocarse.
Las sugerencias concretas, o sea lo que de manera práctica y realista podría hacer este juez para enfrentar situaciones semejantes en el futuro, son no sólo intrascendentes sino incluso contraproducentes. Difícil suponer que este funcionario, o cualquier otro juez laboral interesado en mejorar la agilidad de su trabajo, pueda sacar alguna idea pertinente de una sentencia como esta. Aunque parezca insólito, la recapitulación de lo que el Juez 10 Laboral ha debido hacer es una lista de trámites adicionales: (i) ejercer mayor presión sobre el CSJ para la solución del problema de congestión, “solicitar cuantas veces sea necesaria la intervención del órgano instituido para llevar el control del rendimiento de las corporaciones y demás despachos judiciales y a quien legalmente se le ha atribuido … acudir a dichos órganos para que oportunamente se adopten las medidas tendientes a superar la dilación de los trámites judiciales”; (ii) comunicarle al CSJ cuando se trata de casos realmente urgentes y (iii) informar al afectado que se han hecho esas diligencias. El supuesto implícito, obviamente, es que estas nuevas tareas no hubieran tenido repercusiones negativas sobre la ya excesiva carga de trabajo del juez.
Dentro de las razones que aduce el juez para la demora en dictar sentencias en su despacho está el deber de atender de manera prioritaria acciones de tutela –en un mes reciente dictó 45 sentencias de tutela contra 15 laborales-. Pero la Corte es muda acerca del impacto de este mecanismo sobre la congestión, en general o en este juzgado específico.
En asuntos procesales y organizativos, nada más alejado que las directrices de la Corte de los rudimentos de arquitectura abierta que permitan consolidar progresivamente la sabiduría desde abajo. No sorprende que en esa dimensión, hasta el momento, no haya nada que se acerque a un aprendizaje colectivo. Una de las lecciones esenciales del enfoque bazar es la de tratar a los usuarios de los programas, en este caso a los jueces, como colaboradores. En los recorderis normativos de la Corte al agobiado juez laboral no se percibe la más mínima empatía con él ante las tareas y afanes del despacho.
Difícil pensar que una sentencia como esta estimule al juez, o a cualquier otro que la lea, a colaborar con su experiencia cotidiana en el gran propósito de consolidar la justicia constitucional. No hay ni asomo de realismo, ni de sentido común, ni mucho menos de una filosofía que permita la acumulación de experiencia: fomentar, sobre la base de un diálogo pragmático y realista con los operadores, la costumbre de detectar, compartir, hacer públicos y eventualmente corregir las dificultades, los errores y los obstáculos procedimentales. Si algo refleja esta sentencia es la ingenuidad y terquedad procesal de la Corte Constitucional. Insistir en que las cosas sí se pueden hacer simplemente porque así está escrito, porque así lo dicta la norma, sin importar los obstáculos reales y concretos que existen, sin siquiera molestarse en observarlos, o en oír la opinión de quien trata de hacer las cosas y no puede, no es, en últimas, sino una forma primitiva de formalismo.
A pesar de que el Juez Décimo Laboral había sido calificado de manera satisfactoria por el Consejo Superior de la Judicatura, en su respuesta a la Corte señala que, a Diciembre de 2003, tiene cerca de mil (908) procesos pendientes para fallo. Su colega del Juzgado 18 manifiesta no tener ninguno y el del 20 anota que tiene 10. Estas diferencias tan abismales no son suficientes para mostrarle a la Corte que si bajo el mismo conjunto de normas, que abriga a los tres jueces, se observan tales diferencias, de pronto lo más oportuno no es centrar la argumentación en recordar lo que es evidente para cualquier juez. Aún más sorprendente, y de nuevo dejando al desnudo esa curiosa mentalidad procesal informal/formalista, es que esas dramáticas diferencias entre juzgados vecinos ni siquiera despiertan la curiosidad por averiguar qué es lo que está pasando; cual es la razón para que quien parece ser un buen juez deje acumular tal cantidad de decisiones.

La fila en el juzgado

En su negativa a la tutela contra el Juez 10 Laboral, la respectiva Sala del Tribunal hace alusión a una regla de fila. Recuerda que las providencias “deben ser proferidas no sólo dentro del término legal sino en el orden en que hayan ingresado al despacho”. Es probable que esta haya sido una consideración, más que razonable, para su fallo: no interferir en el orden de llegada de los cientos de procesos que se encontraban en situación similar en ese juzgado. La Corte, por el contrario, con su decisión se lleva por delante la regla de fila. Además, ni siquiera menciona que esa será una consecuencia negativa de la orden que le da al juez para que atienda con prioridad al demandante de la tutela. Como si los demás usuarios que hacen fila en el juzgado no existieran.
A continuación vale la pena citar varios párrafos de un excelente trabajo de Mauricio García [87], Hacer fila en Bogotá, para los cuales casi sobran los comentarios si se leen como metáforas de las filas ante la justicia. Como ocurrió con la sentencia de la Corte analizada en la sección anterior, uno de los efectos perversos de las tutelas contra providencias tiene que ver con el impacto que están causando, y causarán de manera creciente, sobre la regla de fila de los litigantes ante la justicia ordinaria.
“¿Por qué si en todas las sociedades occidentales la regla de fila es percibida como una norma elemental e indiscutible de justicia, en algunos países es más respetada que en otros? … La norma es clara e indiscutible en abstracto, pero en la práctica su aplicación puede dar lugar a múltiples interpretaciones, discusiones y disculpas para justificar su desconocimiento”. La disculpa que está dando la justicia constitucional para desconocer la regla de fila en las demás jurisdicciones es la defensa del derecho fundamental al debido proceso, como si ese mismo derecho no abrigase a todos los que están en la fila.
“Cuando una fila funciona bien, los comportamientos de la gente son visibles para todos, no existen circunstancias excepcionales, la sanción social es efectiva, y una grandísima mayoría, o la totalidad de la gente, sigue la norma. Pero cuando falla alguna condición, la tentación de saltarse la fila aumenta y un porcentaje importante cede a ella”. Difícil encontrar una imagen tan poderosa sobre el ejemplo devastador que ofrece un tutelazo exitoso cuando rompe los turnos en un juzgado. Con cada tutela que atenta contra la regla de fila ante la justicia, no sólo se contribuye al desorden de todas las jurisdicciones sino que se estimula artificialmente la demanda por acciones de tutela.
“Es difícil encontrar una regla de comportamiento ciudadano más básica y elemental que la regla de la fila. Un sentido natural y universal de justicia nos ordena que quien llega primero pasa primero. No importa quienes llegan –ricos, pobres, poderosos o humildes- lo que importa es el orden de llegada. En la fila todos somos un número, somos ciudadanos. Pero Colombia es un país de reglas violadas y la regla de la fila no es la excepción … La democracia también está hecha de actitudes cotidianas y elementales de respeto por los demás y por lo público, como las que ponen de presente quienes hacen fila … ¿Por qué si la norma de la fila es tan elemental y tan justa, tenemos tantos incumplidores? Muchos factores intervienen; pero hay uno que me parece particularmente relevante y es la falta de vergüenza de quienes incumplen. La vergüenza es a las normas sociales –como la de la fila- lo que la multa o la cárcel son a la ley penal”.
Para escribir este artículo los autores hicieron trabajo de campo que incluyó la visita a entidades bancarias. Vale la pena apropiarse de la caricatura de las filas ante las ventanillas en una entidad bancaria para resumir e ilustrar los desaciertos procesales más notorios de la justicia constitucional.
La razón inicial para establecer la acción de tutela como un mecanismo informal y expedito fue la observación que las filas ante la justicia ordinaria eran largas y lentas. El diagnóstico fue simple: hay mucho trámite inoficioso y, en parte por eso, hay gente, la más vulnerable, que se está quedando sin acceso a la justicia. Con la caricatura bancaria la escena sería la de un ejecutivo de la entidad que, sin haber sido cajero, llega a una sucursal donde observa varios problemas. Uno, que las filas ante las ventanillas son largas y lentas; dos, que los cajeros se demoran porque piden cédula, miran el saldo, verifican la firma etc. y tres, que en la calle hay transeúntes, vendedores ambulantes, estudiantes, que pasan sin entrar al banco. El ejecutivo piensa que, a pesar de las largas filas, sería interesante para el banco atraer más clientes. Así, de partida, se introduce en el diagnóstico una contradicción entre las colas largas, un exceso de demanda, y la falta de clientes, los problemas de acceso.
La génesis de la tutela, sin embargo, fue más compleja. Había un tercer objetivo, tal vez el primordial, y era hacer el tránsito hacia el nuevo derecho. En el estado social de derecho, ya no sería suficiente con hacer cumplir los contratos, o sancionar a los infractores. Habría que proteger activamente los derechos fundamentales. En la caricatura bancaria, al ejecutivo de marras, lo que realmente le interesa es ampliar la oferta de productos financieros. No le preocupan muchos las chequeras, ni las cuentas de ahorro, ni los CDTs. Su obsesión es lanzar un nuevo título, más flexible, moderno y dinámico, cuyas características específicas no se definirán a la antigua, sino por el contacto directo con la clientela.
Para lograr, simultáneamente, los tres objetivos –disminuir las filas, atraer nuevos clientes y ofrecer un nuevo producto- al dinámico ejecutivo bancario se le ocurre una idea simple, las Ventanillas Informales Preferentes y Sumarias, las VIPS. Por allí, piensa, se colocarán los nuevos productos. Allí los cajeros no tendrán que cumplir tanto requisito. Se les exigirá sólo uno: atender a cualquier cliente en 30 segundos. Así quedará garantizado el flujo de 120 clientes por hora. Ante esa agilidad en la fila, algo nunca visto en el sistema, los transeúntes reticentes se convertirán en nuevos clientes.
El primer gran escollo para las VIPS fue que tuvieron que ser atendidas, a tiempo parcial, por los mismos funcionarios de toda la vida, aquellos que se consideraban rutinarios, tramitadores, anquilosados y entrenados para atender a la antigua clientela. Ni siquiera se consideró pertinente reciclarlos o entrenarlos. Como se podía esperar, con su simple presencia, las VIPS afectaron negativamente la fila que se hacía en las demás ventanillas. Lo que resulta apenas obvio en la caricatura bancaria, y en cualquier modelo de recursos humanos, es algo que el constitucionalismo colombiano aún se niega a reconocer, que un funcionario dedicado a dos funciones dispares es un funcionario más ineficaz.
El puntillazo al congestionado sistema de filas vendría más tarde. En la caricatura bancaria, la nueva era, la del verdadero potencial de desorden, se gestó cuando, desde las VIPS, se empezaron a emitir unas órdenes peculiares que permitían pasar al primer lugar de la fila, cada vez más larga, que se formaba ante las demás ventanillas. O sea, se empezó a interferir en la regla de fila de toda la entidad. Que esta innovación sea potencialmente devastadora es algo tan obvio para el lego como ha sido inaceptable para los constitucionalistas, que siguen concentrados en defender principios de pureza jurisprudencial. No es insensato señalar que eso, la interferencia en la regla de fila de las demás jurisdicciones, ha sido una consecuencia directa y nefasta de las tutelas contra providencias.
Si existieran datos oportunos, públicos y confiables tanto de la justicia ordinaria, como de la constitucional de primera instancia, sería fácil contrastar que en forma independiente de cómo funcionaban las filas en las demás jurisdicciones, las interferencias externas con tutelas para alterar la regla de fila han sido nocivas, y lo serán de manera creciente. Simplemente porque los más vivos se han empezado a saltar al primer lugar de sus filas. Además, con la vergüenza blanqueada por la justicia constitucional. Ya ni siquiera se tiene que ser corrupto para lograr, aceitando a un secretario, un cambio de turno en la fila del juzgado. Basta con una tutela. La predicción de lo que puede ocurrir está impecablemente redactada en el trabajo sobre las filas en Bogotá. “Una democracia es también un sistema político, donde la gente se rebela contra los incumplidores y pregunta: ¿y usted qué se cree?”. El eufemismo que al no respetar la regla de fila con una tutela se está simplemente defendiendo el derecho fundamental al debido proceso será cada vez más difícil de sostener ante el público que paciente y ordenadamente sigue haciendo fila ante la justicia.
Uno de los argumentos que se han ofrecido para defender las tutelas contra sentencias, que es una manera de constitucionalizar el derecho, ya no resiste un análisis detenido, por simple aritmética. Por cada tutela contra una sentencia que permita refinar la jurisprudencia, se pueden estar dando cientos, miles de tutelas que están consolidando la jurisnecedad informal de la tutela. La proporción de tutelas contra sentencias revisadas por la corte no alcanza en la actualidad el 0.4% de las que invocan el debido proceso [88]. Lo más lamentable es que, como diseño perverso, tiene todas las condiciones para reproducirse y ampliarse. Cada vez será más importante la demanda por tutelas para colarse en la fila, los jueces estarán aún más atareados resolviendo tutelas temerarias, se agravará la congestión de la justicia ordinaria, lo que, completando el ciclo, incrementará los incentivos para saltarse la fila con un tutelazo.
El efecto de la sentencia T-030-05 con la que se rompió la regla de fila en un juzgado laboral se puede considerar corrosivo incluso bajo el supuesto que la tutela revocada se escogió para revisión de manera totalmente neutra y desinteresada. Si se llegara a sospechar que esa decisión, la de sacar una tutela específica de un volumen importante de expedientes –la probabilidad de que eso ocurra por puro azar es del orden del 0.03%- fue levemente dirigida para favorecer a un ciudadano específico, la situación sería aún más perversa. Se estaría configurando un segmento del “sistema constitucional” que, arropado en la informalidad de los procedimientos, podría llegar a jugar el lamentable papel de tramitador de puestos en las filas ante la justicia. Por desgracia, este triste escenario -inconcebible aún en el debate- ya se empieza a perfilar como lejanamente factible. En efecto, precisamente en el proceso tan informal y discrecional de la insistencia de tutelas para revisión, ya se han detectado algunas indelicadezas [89].
De nuevo, la carencia de información es lo que está impidiendo que la magnitud de este desorden procesal en gestación salga a la luz. Pero los síntomas ya son evidentes y en algún momento serán imposibles de ocultar.

Haga lo justo, pero hágalo rápido

No deja de sorprender que en la acción de tutela se le haya dado a los jueces un mayor margen para interpretar las leyes, acompañado de una rígida inflexibilidad de los términos. Es peculiar, y claramente insuficiente, la autonomía que se le ha otorgado al juez constitucional de primera instancia: interprete la ley con libertad e imaginación, decrete las pruebas que considere pertinentes, pero no se demore más de diez días. Para asuntos triviales y de trámite, es probable que ese plazo sea suficiente. Para asuntos con un mínimo de complejidad es difícil concebir que un juez pueda tener la capacidad de recolectar, en un plazo tan perentorio, las pruebas suficientes para emitir un fallo razonable. Aún menos para detectar y controlar las astucias que no son ajenas a los estrados judiciales en Colombia, incluso entre las personas vulnerables que demandan la protección de sus derechos fundamentales.
Un caso concreto es útil para ilustrar la observación anterior [90]. Una mujer, CMO, interpuso una acción de tutela contra las Empresas Públicas de Neiva (EPN) que le habían suspendido el servicio de agua. Previamente, tras varias moras en el pago, CMO y las EPN habían llegado a un acuerdo de refinanciación de la deuda. La tutela se inició el 25 de Enero de 2009. Las EPN expusieron su versión de los hechos dos días después. Como era fácil prever, hubo discrepancia en las versiones sobre quien había incumplido el arreglo. El juzgado solicitó una ampliación de la tutela, que fue realizada el 4 de Febrero. A título de “pruebas” se le preguntó a la demandante: i) si tenía servicio de agua y, en caso contrario, por qué razón se le había suspendido; ii) si había cumplido cabalmente el acuerdo y iii) por las personas que integraban el núcleo familiar. El fallo de primera instancia, del 5 de Febrero negó la tutela. La demandante lo impugnó y el juez de segunda instancia confirmó la primera sentencia.
La Corte Constitucional decidió, mediante auto con fecha 14 de Mayo, revisar el caso. Tres semanas y media después -casi la totalidad del tiempo que demoró el proceso en 1ª y 2ª instancia- la Corte decretó la práctica de pruebas. En particular “ofició a las Empresas Públicas de Neiva para que le suministrara una información indispensable a efectos de tomar la decisión correspondiente” [91]. El 10 de Julio de 2009, casi un mes después de solicitadas, las EPN respondieron la petición de la Corte. Por otro lado, también como parte de las pruebas, se comisionó a la juez de primera instancia para que inspeccionara el inmueble donde vivía la demandante para que (i) verificara “las condiciones sanitarias actuales del lugar –dónde se almacena el agua con la que cocinan y se asean (aljibes, baldes, hoyas, otros), en qué estado se encuentran los recipientes y el agua en ellos almacenada”; (ii) cuántas personas viven en el lugar y (iii) indagara, “en primer lugar, cuál es el promedio de ingresos y egresos de la familia y, en segundo lugar, si la salud de sus miembros se ha visto afectada después de la suspensión del servicio de agua”.
El expediente disponible en la Corte no precisa cuánto tiempo tardó la inspección, ni la manera como la Juez pudo atender la solicitud de averiguar los ingresos y gastos de la familia. Las conclusiones de la inspección se encuentran en acta del 16 de Junio. Allí se señala que la que terminó siendo la prueba definitiva para el fallo de la Corte -que la demandante gozaba del servicio reconectado de manera ilegal- se obtuvo por pura casualidad. En efecto, el día de la inspección se encontraba allí la hermana de la demandante quien, al preguntársele si la suspensión del servicio había puesto en peligro la salud de los ocupantes, no tuvo reparo en señalar que “la salud de los habitantes del inmueble no se ha visto perjudicada por el servicio de agua, pues éste ha sido continuo y en ningún momento ha sido objeto de suspensión alguna”.
No se discuten acá en detalle los argumentos en los que se basa el fallo de la Corte, que resumen de manera ejemplar los dilemas que implica la suspensión de servicios públicos a las familias con falta de capacidad de pago. El punto sobre el cual conviene detenerse y llamar la atención tiene que ver con los procedimientos, y sobre todo con los términos, de la tutela.
Si para proferir un fallo la Corte, con todo su equipo humano y su poder, necesitó casi tres meses (la sentencia es del 9 de Agosto) y un golpe de suerte para la prueba reina, es poco realista pretender que una juez civil municipal pueda hacer algo equivalente en el plazo inmodificable de diez días. Si ante una solicitud del máximo Tribunal del país una empresa de servicios públicos tarda en responder casi un mes lo que se considera información indispensable para decidir, no se puede esperar que una entidad oficial entutelada sienta que pudo defenderse adecuadamente en un proceso informal de primera instancia en el término de tres días. Si, de manera implícita, la Corte demostró que las “pruebas” recogidas en primera y segunda instancia de nada servían, no es razonable seguir ignorando que la precariedad de las pruebas tiene algo que ver con la celeridad de la tutela.
Aunque es común recordar que los jueces de primera instancia constitucional, en principio, “gozan de gran libertad para evaluar y practicar las pruebas” [92], es válido preguntarse si ante un plazo tan perentorio y con un despacho congestionado de juicios ordinarios y tutelas, algún juez -incluso con la experiencia y malicia suficientes para intuir que en un caso de reconexión al servicio de agua potable pueda haber algo ilegal- se va molestar haciendo una inspección al inmueble e indagando sobre tuberías piratas en el barrio.
Cuando de defender la tutela se trata, los constitucionalistas no dejan de sorprender. García y Uprimny (2002), por ejemplo, tratan de minimizar el impacto de la tutela sobre la congestión de la jurisdicción ordinaria, señalando que buena parte de lo que los jueces de tutela están haciendo es puro trámite. “La mayor parte de las tutelas recaen sobre problemas recurrentes, que se han vuelto en cierta medida rutinarios (como derechos de petición o solicitud de tratamientos médicos) y ello permite que los jueces los solucionen muy rápidamente … Entrevistas informales con jueces indican que un gran porcentaje de las tutelas son rutinarias y son resueltas con sentencias formato, por lo que no les dedican mucho tiempo”. No sobra señalar lo poco reconfortante que puede ser esta observación para quienes, en los juzgados, esperan en fila a que se resuelvan sus juicios ordinarios que, siempre y por principio, se consideran menos prioritarios que los asuntos rutinarios que se resuelven con sentencias formato. Difícil de digerir el dogma que toda la justicia ordinaria es menos importante y urgente que unos simples trámites.
En el caso de CMO contra las EPN, queda claro que eso, puro trámite, fue lo que hicieron el juez de tutela de 1ª y 2ª instancia. Además, fue un trámite inoficioso para el logro de justicia material. La tutela, eso lo dejó claro la Corte, se negó por las razones equivocadas. La clave de la sentencia fue el descubrimiento que la demandante se encontraba en ese límite borroso entre la informalidad y la ilegalidad, algo que, aún con un golpe de suerte en una inspección, no siempre se puede aclarar de manera satisfactoria en diez días.
Ante su observación que buena parte de las tutelas son puro trámite, la reflexión de los citados analistas no incluye el más mínimo reconocimiento de las eventuales fallas del mecanismo. Ni un asomo de preocupación por los usuarios de la justicia ordinaria. Por el contrario, optan por sugerir opciones entre las cuales ni se asoma la posibilidad de ajustes procedimentales en la justicia constitucional. Se considera más viable la ciencia ficción institucional, que vale la pena citar extensivamente. “Los problemas de congestión de la tutela se deben a su éxito como mecanismo para solucionar toda suerte de problemas. Intentar remediar las causas que originan tales problemas es una tarea indispensable no sólo para descongestionar la tutela sino para mejorar los servicios que presta la administración pública … Podría aminorarse la demanda de tutela tratando de incidir en la demanda, por medio de políticas públicas destinadas a reducir los abusos que llevan a los ciudadanos a utilizar este mecanismo judicial … Las investigaciones muestran que aproximadamente en un 50% de los casos, las peticiones hechas a través de la tutela podrían solucionarse con medidas distintas, de tipo administrativo, las cuales evitarían el recurso a la justicia. Una gran cantidad de peticiones son derechos de petición no resueltos. Medidas fuertes contra estas entidades para que cumplan los derechos de petición de los ciudadanos reducirían de manera significativa la demanda de tutela … Políticas efectivas dirigidas a resolver los problemas estructurales de la salud reducirían considerablemente las tutelas por este concepto … Si el ejecutivo laboral funcionara adecuadamente no habría tutela por este concepto”.
El mensaje es transparente: el mecanismo es perfecto, que alguien arregle el entorno. La tutela no requiere, ni soportaría, ningún tipo de ajuste, pues eso afectaría su eficacia. Imposible no calificar esa actitud –el diseño no se modifica, que la realidad se adecúe a él- como un rezago de formalismo.
Por otro lado, es inevitable preguntarse si, mientras se mete en cintura a las entidades más burocratizadas, se resuelven los problemas del sector salud, se endereza el procedimiento laboral, y en síntesis, mientras se mejora el mundo para controlar la demanda por tutelas, es a punta de trámite que se espera sofisticar entre los jueces de primera instancia la capacidad de hacer respetar los derechos fundamentales. Si, tal vez, no sería más procedente, como hace la Corte Constitucional, que los jueces pudieran deshacerse de tanto trámite y dedicarse en serio a sustanciar y fallar de manera relevante e innovadora unas pocas tutelas bien escogidas. Si, de pronto, no es hora de empezar a abrirle paso al verdadero derecho de los jueces para no seguir asistiendo al desperdicio de unos funcionarios agobiados con puro trámite mediocre y a las carreras, y que sea sólo la Corte la que continúe configurando un derecho de los magistrados.
Una sentencia considerada fundadora de línea [93] muestra con mayor contundencia, otra dimensión de lo inapropiado que resulta el brevísimo plazo de diez días para fallar cualquier acción tutela [94]. La madre de una menor con diagnóstico de “seudohermafroditismo masculino”, inicia una tutela pues los médicos del ISS, basados en jurisprudencia de la Corte, se niegan a practicarle una intervención quirúrgica. Consideran que la decisión debe ser tomada por la propia menor, y no por su madre. El tribunal a dónde llega la tutela recogió como “pruebas” (i) declaración de la solicitante, del médico tratante y de la trabajadora social responsable del caso y (ii) copia de la historia clínica por parte del ISS. Con base en la sentencia T-477-95, se niega la tutela el 17 de Abril de 1997.
La decisión no fue impugnada y el fallo fue remitido a la Corte Constitucional para revisión. El expediente fue seleccionado y repartido el 21 de mayo de 1997. Según el criterio de la Corte, “un aspecto esencial que debe ser tomado en cuenta para determinar si los padres y tutores pueden o no autorizar una intervención médica a un menor, es la urgencia y necesidad del referido tratamiento. Este aspecto sólo puede ser determinado con base en conceptos técnicos, científicos y médicos”. Así, por medio de auto del 18 de Septiembre de 1997, o sea casi cuatro meses después de la selección del caso “se formuló un cuestionario científico dirigido al médico tratante, a la Academia Nacional de Medicina y a las facultades de medicina de las universidades Nacional, del Rosario y de la Javeriana”. Por medio de este cuestionario, “se buscaba precisar la naturaleza y frecuencia de los casos de hermafroditismo, el tratamiento médico que se considera adecuado para estos eventos, la urgencia y la necesidad del mismo, así como la edad óptima cuando debe ser practicado a una persona”. Finalmente, también la Corte indagó acerca de si existían seguimientos y estudios sobre los resultados benéficos o perjudiciales derivados de ese tipo de tratamientos.
En el mismo auto del 18 de septiembre de 1997, y dada la complejidad científica del tema, “la Sala efectuó una investigación sobre el estado de la cuestión de la intersexualidad, a nivel médico y jurídico, tanto en el campo nacional como internacional”. Entre otros, se recibieron informes de un profesor de la Universidad de Columbia de los Estados Unidos, y otro de la Universidad de Ulm en Alemania. La Corte no precisa la fecha en la que “recibió detallados conceptos de esas entidades así como del médico tratante” ni cuanto demoró en analizarlos para llegar a su decisión. De todas maneras, el tiempo parece haber sido considerable, pues la sentencia de la Corte tiene fecha 12 de Mayo del 99, o sea casi 20 meses después de haber solicitado las pruebas.
Sería insensato plantear que a este fallo le hubiera convenido una mayor celeridad. Lo que sí parece transparente es que la tutela de primera instancia en la cual, bajo la premura del plazo de diez días, se recibieron un par de testimonios, se leyó afanosamente alguna sentencia previa de la Corte sobre un tema similar y se falló, fue totalmente inocua. Fue un puro desperdicio de recursos, que en nada contribuyó a la justicia material del caso, ni a la protección de algún derecho fundamental. Por el contrario, afectó negativamente el acceso a la justicia de las personas que tenían casos pendientes en ese juzgado.
Para una sentencia de la Corte en la que se revisan de manera conjunta 108 tutelas interpuestas por familias desplazadas [95] -o sea en las que se invirtieron más de 1000 días (si no necesariamente días-juez, sí días-preocupación-juez) de primera instancia que acabaron aportando poco- la Corte, con fecha 11 de Abril de 2003, solicitó a entidades públicas, organismos internacionales y ONGs que respondieran un formulario “relativo a las políticas de atención de la población desplazada”. Le respondieron a la Corte la Red de Solidaridad Social, el Departamento Nacional de Planeación, el Instituto Nacional de Vivienda de Interés Social y Reforma Urbana –INURBE, el Ministerio de la Protección Social; el Ministerio de Educación Nacional; el Ministerio de Hacienda y Crédito Público, el Defensor del Pueblo, la Oficina el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, y la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento – CODHES. Con base en esa información la Corte fundamentó su decisión. El fallo tiene fecha Enero 22 de 2004, o sea más de nueve meses después de haber ordenado la práctica de las pruebas. La Corte señala que la mayoría de los jueces de primera instancia habían denegado la tutela, entre varias otras razones, por “fallas en la carga probatoria”.
Por distintas razones, y en diferente grado, las sentencias anteriores muestran con claridad el abismo que separa las “pruebas” que, en las tutelas, se recogen en primera instancia de las que la Corte Constitucional considera se deben acopiar para llegar a una decisión razonable. Un síntoma diciente sobre la mala calidad y la irrelevancia de las pruebas que se recogen para los fallos de tutela en primera instancia es que, desde el año 2003, en la resumida reseña que se hace sobre ellos para el proceso de revisión por la Corte ya ni se haga mención de la etapa probatoria.
Se puede temer que buena parte de los fallos de primera instancia caerían fácilmente por defecto fáctico. La diferencia en el tiempo requerido para la etapa probatoria abajo en los juzgados, un poco más de una semana, versus varios meses arriba en la Corte, es abrumadora. Sería necio ignorar que, en últimas, la supuesta autonomía que el juez constitucional tiene para recoger pruebas está físicamente restringida, para cualquier asunto que no sea puro trámite, por el plazo improrrogable de diez días. Ningún proceso de mediana complejidad, bien sea porque requiere habilidad o malicia para detectar oportunistas, o un mínimo de conocimiento sobre algún tema especializado, bien porque se trata de un tema sensible social o políticamente, puede sustanciarse a las carreras. Aún más heroico es el supuesto, e insensato el mandato, que todos los casos, engorrosos o no, se pueden y deben resolver en el mismo lapso de diez días.
En los pocos casos analizados atrás, es apenas prudente señalar que al mismo resultado material se habría llegado obviando la primera instancia. El tiempo requerido para recopilar las pruebas ordenadas por la Corte, bastante diferente no sólo del de la primera instancia, sino de otros casos revisados por la Corte, son suficiente prueba de lo inadecuada que resulta la prescripción de plazos homogéneos para todas las tutelas.
En síntesis, el fortalecimiento de la justicia constitucional, indiscutible en materia de jurisprudencia, está quedando trunco en la parte procesal. La informalidad definitivamente no ayuda, sobre todo cuando está mezclada, en aspectos cruciales como los términos, con claros rezagos del formalismo.
Son varios los síntomas de persistencia del viejo dogmatismo. Está por un lado el papel protagónico que conservan los juristas académicos, en detrimento de los jueces de primera instancia -los que interactúan con los ciudadanos que buscan protección legal- en la definición y orientación del nuevo derecho. La especialidad de los juristas más influyentes ha cambiado, pero la jerarquía sigue siendo similar. Hasta el momento, son los académicos quienes, por encima del legislativo y sobre todo de los jueces, han consolidado la jurisprudencia constitucional. El papel del juez constitucional sigue supeditado a la doctrina que llega desde arriba, como llegaban los códigos. En últimas, en la primera instancia las decisiones siguen siendo simples trámites, y los afanes no aportan nada a la jurisprudencia constitucional.
Un punto contradictorio en el que vale la pena insistir -también rezago del formalismo y en particular de la desconfianza hacia el juez- es que se le haya dado a los jueces más discrecionalidad para interpretar las leyes, junto con una mayor inflexibilidad de los términos. Interprete la ley con libertad e imaginación, decrete las pruebas que considere pertinentes, pero no se demore más de diez días. Ese mismo juez al que se le ha dado el poder de desafiar una sentencia de los máximos Tribunales, aún no se le considera capaz de discernir una urgencia de un caso que requiere profundización.
Por último, si la jurisprudencia constitucional es un excelente ejemplo del enfoque bazar, en términos de su capacidad para detectar errores en el sistema legal, y enmendarlos para ir consolidando un derecho que es a la vez sólido y flexible, desde el punto de vista procesal, el legado del formalismo parece lejos de estar superado. Las órdenes llegan desde arriba, y no parece haber ánimo para corregir los desaciertos procedimentales, ni siquiera para aceptarlos o discutirlos. Parte del problema radica en que, como en los viejos esquemas, en el ámbito constitucional sigue persistiendo entre los jueces la antipática y aparentemente infranqueable división entre los de arriba y los de abajo.

Calidad arriba y cantidad abajo

Fueron numerosas las reacciones favorables al fallo por medio del cual la Corte Constitucional tumbó a principios del 2010 el referendo para la reelección presidencial: un fallo esperanzador, todavía hay jueces en Berlín, la sentencia de la Corte nos vuelve a la senda democrática, el fallo es una reafirmación del principio de la separación de poderes y del control mutuo entre ellos, se reivindicó a la justicia colombiana y sus instituciones, la decisión de la Corte es inobjetable y hay que acatarla, gana la justicia en su conjunto, los magistrados dieron un ejemplo enorme de serenidad y análisis juicioso, hay que reconocer, sin ambages, que el trabajo jurídico de la Corte Constitucional fue impecable [96].
Se trataba de un fallo cuya demora hubiera tenido consecuencias nefastas. Un punto crítico era que, en la eventualidad de un fallo positivo, se enfrentaba un problema serio de plazos para organizar el referendo antes de las presidenciales. Internamente se trabajó a marchas forzadas. Personas cercanas a la Corte señalan que el magistrado auxiliar a cargo de la ponencia trabajó en ella durante todo el receso judicial y que, una vez presentada la ponencia, se programaron varias salas plenas extraordinarias con el sólo propósito de debatirla. A pesar de toda esta acelerada procesión que se estaba dando por dentro, ninguno de los comentaristas alabó la prontitud del fallo, ni se hizo referencia a que, tal vez, hubiera sido mejor tenerlo una o dos semanas antes. Todos los comentarios se centraron en la calidad del fallo, y algunos en sus consecuencias. Ninguno se detuvo a discutir su prontitud, ni los esfuerzos que fueron necesarios para lograrla. Es casi seguro que en los textos de derecho constitucional en el futuro, el tiempo que tomaron los magistrados para decidir este caso, y todo el esfuerzo, no ameritará ni una nota de pie de página.
Se podría argumentar que la Corte Constitucional, sin duda la instancia judicial más respetada del país, lo es, en parte, porque se ha podido dar el lujo, en materia de tutela, de no tener que responder por la cantidad, sino por la calidad de sus sentencias. La Corte, en efecto, decide “sin motivación expresa y según su criterio, las sentencias de tutela que habrán de ser revisadas” [97]. Esta discrecionalidad es lo que, además, le ha permitido a la Corte estar al día en otros asuntos, como las acciones públicas de inconstitucionalidad que en Colombia no tienen barreras a la entrada.
Poca gente menciona, y por fortuna a casi nadie parece interesarle, lo que a primera vista podría verse como un problema de congestión en el máximo organismo constitucional. Algún jurimetrista, reformador judicial o experto internacional preocupado tan sólo por la comparación burda entre entradas y salidas podría estar tentado a disparar las señales de alarma. De acuerdo con los parámetros tradicionales, el desfase entre los casos de tutela que llegan a la Corte y los que salen sin ser revisados ha venido en aumento. En efecto, en el año 1992 entraron unos diez mil fallos de tutela para revisión y se dictaron 182 sentencias, o sea que se revisaron el 1.8% de las entradas. Para el año 1998, las casos que llegaban se habían cuadruplicado, pero las sentencias dictadas se multiplicaron por un poco menos de tres; la relación entre sentencias y fallos para revisión se redujo al 1.4%. En los dos años siguientes, hubo una verdadera avalancha de tutelas, que pasaron a cerca de 130 mil. Los magistrados aumentaron paralelamente el número de sentencias pero el incremento en estas fue inferior al de las entradas y el índice de evacuación –tal es la jerga jurimétrica- se redujo al 1%. En los inicios del nuevo siglo, la avalancha se desaceleró, pero el número de tutelas para revisión siguió aumentando de manera superior al de las sentencias de la Corte, que para el año 2003 ya mostraba un índice de salidas sobre entradas del 0.6%, o sea la tercera parte de la productividad mostrada en el año 1992 [98]. El diagnóstico sobre desempeño, si se hiciera en términos cuantitativos, sería negativo. La mecánica de selección previa de las tutelas que se revisan, y el hecho que aquellas tutelas no revisadas no pasen a engrosar una supuesta congestión sino que salgan y queden en firme como cosa juzgada hace, de partida, que cualquier aproximación cuantitativa para evaluar el trabajo de la Corte Constitucional sea inocua.
Se debe celebrar la existencia de este mecanismo amortiguador de la selección de tutelas para revisión que es lo que, entre otras, le ha permitido a la Corte Constitucional cumplir de manera idónea su responsabilidad de tramitar todas las acciones públicas de inconstitucionalidad (más de mil al año). Es apenas obvio que si se obligara a la Corte, con plazos perentorios, a examinar y fallar todas las tutelas que le llegan para revisión, o un porcentaje fijo, la calidad de sus sentencias se deterioraría. Sin embargo, lo que resulta transparente para la Corte Constitucional, que en la administración de justicia existe un dilema insalvable entre calidad y cantidad, sigue siendo una herejía para las demás jurisdicciones, incluyendo la justicia constitucional de primera instancia, en las que se sigue exigiendo responder sin restricciones por la cantidad, con escasa consideración por la calidad.
Si bien con la Corte Constitucional se optó por la opción de la calidad, en la justicia constitucional de primera instancia la solución ha sido la inversa, darle prioridad a la cantidad y la agilidad, sin importar mucho lo demás. Se trataría, en conjunto, de una solución de compromiso: calidad en las sentencias de la Corte y cantidad en el uso indiscriminado de la acción de tutela. Preocupa que la relación inversa entre uno y otro nivel, entre lo voluminoso e irrelevante por un lado y lo selecto y valioso para la jurisprudencia por el otro, termine erosionando el mecanismo. También inquieta que, a estas alturas, se siga insistiendo, sin mayor evidencia, que la calidad de la jurisprudencia se nutre de la cantidad de tutelas.
Es inevitable la impresión de que las sentencias de tutela de primera instancia han tenido escasa influencia sobre la jurisprudencia constitucional. Y que, además, con el acelerado crecimiento y trivialización de las primeras, la situación no tiende a mejorar. Entre personas cercanas a la Corte Constitucional, las opiniones sobre este punto son dispares. Hay quienes sostienen que sí existen casos en los que la Corte adopta innovaciones jurisprudenciales que vienen desde abajo, de los jueces de primera instancia [99]. En el otro extremo, y también en círculos cercanos a la Corte, existe la opinión opuesta: el derecho que hacen los jueces no trasciende, básicamente por dos razones. Por un lado, por el sesgo hacia la revocación que existe en el proceso de selección de tutelas. Y por otro, porque el grueso de los fallos se hace a partir del precedente de la Corte. Los jueces, al parecer, “no crean derecho por miedo a prevaricar”. Así, el grueso, tal vez la totalidad, de la jurisprudencia, señala esta opinión, ha surgido de fallos de la Corte en los que es difícil percibir la huella de un derecho de los jueces que surja desde las bases.
La tarea que se impone ante estas dos opiniones divergentes, hacer un estudio detallado y sistemático de las tutelas confirmadas para ver cuántas innovaciones de la primera instancia han sido adoptadas por la Corte, se enfrenta, de nuevo, con un problema de disponibilidad de información: la falta de acceso a la gran masa de fallos de primera instancia, los no seleccionados para revisión. Esta deficiencia del sistema informativo, que condena al olvido casi la totalidad de lo que llega de los juzgados corrobora la impresión que lo verdaderamente determinante para la jurisprudencia constitucional ha sido la labor de la Corte.
La idea de que lo voluminoso, lo masivo, es siempre deseable y que puede tomarse como un sinómino de aceptación popular parece haberse instalado. Entre los cancerberos del mecanismo, no es fácil encontrar opiniones desfavorables sobre su uso creciente, casi que explosivo, o voces que propongan algún tipo de restricción. Admitir todas las demandas, en forma independiente de su número y naturaleza, parece ser condición indispensable de garantía de los derechos fundamentales. "La tutela, como está planteada en materia de competencias, debería permanecer inmodificable … Nosotros vemos de la mayor importancia el que se ratifiquen las competencias que permiten que el pueblo colombiano, para la protección de sus derechos fundamentales, acuda sin restricciones al mecanismo de la tutela" [100].
En la actualidad no se sabe mucho sobre el perfil de los usuarios de la acción de tutela en Colombia. Esta opacidad se deriva en parte de la falta de sistematización, la informalidad, de la recolección de información, y del escaso interés por las encuestas de usuarios, con muestras representativas de la población. A pesar de lo anterior, no ha habido reparos para afirmar que el mecanismo goza de un extendido y creciente arraigo entre las clases populares. “La Constitución ha sido objeto de un proceso acelerado de apropiación por parte de la sociedad civil, goza del creciente afecto de la mayoría de los colombianos y ha cumplido cada vez con mayor impacto una función de empoderamiento de grupos vulnerables” [101]. Este es un ejemplo de defensa de la tutela para el cual se echa de menos la recomendación de Mauricio García, de sustentarla con evidencia empírica. La evaluación de la primera instancia no puede seguir siendo tan ligera e informal.
Sin evidencia a favor del origen popular del grueso de sus usuarios, es válido suponer que estas impresiones se basan en las cifras brutas del número de acciones emprendidas. A falta de mejores indicadores, la avalancha de tutelas se ha tomado como síntoma inequívoco de buena salud de la justicia constitucional. “El crecimiento de la demanda de tutela no debe verse sólo en términos negativos, como un aumento de la congestión judicial. Estos datos también muestran un incremento del acceso a la justicia, lo cual es muy bueno. No hay duda de que los ciudadanos han encontrado en la tutela un mecanismo ágil para resolver sus conflictos, mecanismo que por lo general no encontraban en las acciones ordinarias ofrecidas por el sistema judicial” [102].
Por fortuna, la Corte Constitucional ya no comparte esta apresurada y errónea impresión de que entre más tutelas mejor. Por el contrario, en un sentencia del 2008 considera que “la reducción del número de acciones de tutela invocadas para que sean los jueces los que resuelvan los problemas jurídicos recurrentes de acceso a los servicios de salud analizados en esta sentencia, es uno de los resultados que pueden indicar el cumplimiento de las órdenes de esta sentencia atinentes a las fallas en la regulación” [103]. Así, por fin empieza a abrirse paso la idea de que menos tutelas puede ser un indicio de mayor impacto de los fallos.
Son varias las razones para argumentar que la confusión entre número de casos aceptados y solidez, impacto y aceptación popular del mecanismo no es acertada. En primer lugar porque, como se señaló, no hay claridad sobre quienes son los verdaderos beneficiarios de esta justicia sumaria y masiva. Al respecto hay señales contradictorias y no es prudente ignorar la evidencia de usuarios que están lejos de requerir algún tipo de estímulo para acudir a la justicia [104].
Una de las pocas indagaciones sistemáticas disponibles, una encuesta a usuarios de tutela realizada a mediados de los años noventa, mostraba que, por aquella época, el perfil típico del demandante se acercaba más al profesional de clase media urbano, con un ingreso modal del orden de tres salarios mínimos mensuales [105], que a los marginados y desposeídos a los que se afirma beneficia el mecanismo. Desde entonces es difícil saber cómo ha evolucionado el perfil de los usuarios. Para las tutelas revisadas por la Corte, se tiene recientemente un incremento en los casos relacionados con SISBEN, que indicarían usuarios de bajos recursos, pero también se observa un aumento de tutelas de afiliados al sistema de salud, o con créditos hipotecarios, o sea de clase media. Además, como se ha señalado varias veces, esta muestra de los casos que revisa la Corte está lejos de poder ser considerada aleatoria y no puede tomarse como representativa de la población de usuarios. El aparente incremento de tutelas que hacen parte de la caja de herramientas litigiosas en la jurisdicción ordinaria, o en los tribunales de arbitramento, es un indicio de elitización de los usuarios.
Un trabajo reciente señala importantes desequilibrios regionales y por jurisdicción [106]. “Entre 1997 y 2003, la distribución del ingreso (de las demandas de tutela) mantuvo graves desequilibrios respecto a la capacidad instalada, que indujeron a que el mayor porcentaje de estas acciones fuera conocido por tribunales, por la especialidad penal y por los distritos de Medellín y Cali … En el año 2003 en Medellín se observó una tasa de 114 tutelas por cada mil habitantes, y una participación del 32% en el total de procesos ingresados a la justicia. Para Cali las cifras respectivas fueron de 77 y 22%, mientras que en Bogotá llegaron a 67 y 17%. Para el resto del país en el mismo año 2003 ingresaron 33 tutelas por 1000 habitantes cuya proporción en el total de casos ante la justicia fue del 17%”. Esta somera descripción de la distribución geográfica de la tutela sugiere que, al estar concentrada en las mayores ciudades del país, no es acertado afirmar que está llegando a la población más vulnerable, que es la rural.
La alta y cada vez mayor participación de acciones para amparar el derecho a la salud, la concentración regional de las tutelas y, por otro lado, la evidencia sobre la equidad en el acceso a tales servicios, sugieren cautela con la idea aceptada que el mecanismo está favoreciendo, y de manera creciente, a la población más vulnerable [107].
En segundo término, aún se está lejos de saber si la tutela es el mecanismo más idóneo y eficaz para la protección de ciertos derechos vulnerados por la administración pública. La cuestión de fondo es si la mejor forma de hacer que la burocracia estatal respete los derechos fundamentales de los ciudadanos sea a través del sistema judicial. Sobre este punto encaja bien una observación hecha a los tecnócratas internacionales encargados de promover el rule of law. “El énfasis en lo judicial está extendido en el campo del rule of law. Y este énfasis proviene del hecho que la mayor parte de sus expertos promotores son abogados y cuando los abogados piensan acerca de lo que debe ser la médula central del rule of law piensan inmediatamente en las instituciones básicas de refuerzo-sanción (enforcement) de la ley” [108].
La jurisprudencia constitucional se ha convertido en fuente de derecho. También es evidente el papel jugado por las tutelas revisadas por la Corte en la definición de los derechos fundamentales. Bastante menos obvio es afirmar que, una vez definidos esos derechos, sea la tutela la única, o la mejor, vía para garantizarlos. Es en este punto en donde se hacen evidentes los rezagos idealistas y formalistas, la falta de pragmatismo, del constitucionalismo colombiano. En retrospectiva, era fácil predecir que lo que finalmente quedaría de un sistema diseñado por eminentes juristas sería idóneo para abrirle paso a la jurisprudencia como fuente de derecho. La otra cara de la moneda, que se hace evidente al revisar tanto el “código”, como la “jurisprudencia” procesal de la tutela es que esos mismos juristas no tenían mayor experiencia en procedimientos, legales o administrativos. Tampoco se puede decir que la estén adquiriendo. Ni siquiera tienen el interés. Por el contrario, han mostrado repetidamente su desgano con los procedimientos, y han sido explícitos en manifestar que son una verdadera tara de la justicia. Los resultados saltan a la vista. En la actualidad la tutela no sólo está contribuyendo a la parálisis y al desorden de la justicia ordinaria sino que ya hay síntomas, en la misma Corte Constitucional, de congestión en las tutelas. A pesar de las facultades para elegir discrecionalmente las que van a revisión, ya parece haber una mayor lentitud en su trámite [109]. En el mismo sentido apunta la insistencia de la Corte para que se acaten las reglas jurisprudenciales sin la necesidad de más acciones individuales de tutela, y el hecho que para varias categorías de tutelas especialmente voluminosas (salud, desplazados, presos, etc.) se hayan expedido órdenes generales, algunas con salas especiales de seguimiento.
Haciendo el paralelo siempre pertinente con los problemas de congestión en el tráfico de vehículos, de no tomar medidas preventivas, en algún momento se puede llegar a la situación demencial de embotellamiento en el carril preferencial de las ambulancias. El trancón que al parecer ya se ha presentado en la Corte Constitucional en la tarea aparentemente simple de elegir de manera las pocos fallos que serán revisados se podría considerar la punta del iceberg del impacto de la avalancha de tutelas. “En los últimos años ha resultado necesario hacer jornadas de emergencia para evacuar expedientes represados, no sólo para cumplir con los términos legales sino para poder caminar por las oficinas de la Secretaría General” [110].
Una pregunta clave es hasta qué punto la acción de tutela masiva e informal ha aportado a la consolidación de la jurisprudencia constitucional. Se puede aventurar como hipótesis que la contribución ha sido una parábola, una forma de U invertida, creciente al principio, decreciente después. Inicialmente, para consolidarse, el nuevo derecho requería de un importante respaldo popular. No sólo para captar muchas y variadas injusticias –la caza de errores del esquema bazar- sino para lograr el respaldo político que impidiera el contraataque del viejo formalismo. Parecería claro que el cambio de pendiente ya se dio. Difícil pretender un mayor prestigio y reconocimiento que el alcanzado por la jurisprudencia constitucional, y aún más arriesgado argumentar que, a estas alturas, la solidez de la jurisprudencia depende de la avalancha de tutelas.
Por el contrario, la inexorable ley de los rendimientos decrecientes ya se empieza a manifestar. Lo voluminoso de las tutelas ya no lo consideran positivo sino sus cancerberos más dogmáticos. En la actualidad, el simple argumento aritmético es diciente. Para cerca de 400 mil tutelas, la Corte sólo revisa unas mil. Entre estas, de acuerdo con Diego López, la mayor parte de sentencias son confirmadoras de principio o reiterativas. Así, la renovación de la jurisprudencia se nutre, por mucho, de unos 400 casos al año. O sea que por cada sentencia importante para la jurisprudencia, se estarían tramitando en la actualidad unas mil tutelas rutinarias. Argumentar que la mejor, o la única, manera de garantizar la defensa de los derechos fundamentales es el esquema actual, una avalancha de casos de las cuales máximo el 1% dejan alguna huella en la jurisprudencia, es un despropósito.
Una de las definiciones de formalismo alude a la imposición de requisitos para alcanzar un objetivo que de otra manera sería más simple de alcanzar [111]. Parece claro que la misma jurisprudencia constitucional, la misma definición de los derechos fundamentales y la misma protección de los mismos se podrían en la actualidad mantener de manera más simple y menos onerosa. Se pueden concebir no uno sino varios mecanismos alternativos, no tan costosos, con menor daño colateral y, tal vez, más eficaces para proteger los derechos fundamentales, o para refinar su definición. La más obvia sería la de salir a la calle a buscar las violaciones a tales derechos, detectando realmente y en el terreno a la población vulnerable de carne y hueso que requiere protección. Esa estrategia certera, focalizada y eficaz de salir a buscar usuarios, es la que evidentemente ya están adoptando los mercaderes de la tutela entre sectores bastante alejados de los desprotegidos a los que se pretende beneficiar [112].
El segundo argumento en contra de la acción de tutela masiva surge de la comparación con lo que se ha hecho en otros países. En Alemania, por ejemplo, la justicia constitucional ha optado por una vía mucha más selectiva, pausada, respetada y, se puede sospechar, con menos riesgo de ser trivializada o manipulada.
La sóla denominación popular del recurso de amparo entre los germanos, “el camino real hacia el Tribunal Constitucional Federal o la reina de las vías de acceso a dicho Tribunal” [113] conlleva la idea de un recurso verdaderamente excepcional, de un privilegio. No concuerda con la noción de un mecanismo de uso masivo e informal, de una congestionada vía, de un concierto gratuito en una finca cerca de Woodstock, al alcance de cualquiera que lo desee, sin ninguna restricción.
A raíz de la fuerte sobrecarga de trabajo que, a principios de los años noventa, se dio en el Tribunal Constitucional Federal alemán, y pesar de todos los esfuerzos por agilizar los procedimientos, se optó por la que parece ser la vía más pragmática –en cualquier ámbito- para controlar un fenómeno de congestión: un estricto proceso de selección a la entrada. Se decidió admitir sólo aquellos recursos de amparo que tuvieran “una trascendencia fundamental en materia constitucional”, y se encargó de esta delicada labor de selección a secciones del Tribunal compuestas por tres magistrados. Cerca del 97% de los recursos son rechazados. Además, las decisiones de inadmisión son inapelables y no requieren fundamentación. Como si este filtro fuera insuficiente para limitar el abuso del instrumento, el Tribunal puede imponer una multa de hasta 2.500€ (unos $7’500.000) a quienes interpongan amparos temerarios.
En buen romance, se optó por la calidad en detrimento de la cantidad, y allí donde el filtro es más eficaz, a la entrada. “No se decidió el legislador alemán por introducir un procedimiento de admisión libre especialmente por la importancia de los derechos fundamentales dentro del sistema del Estado de Derecho” [114]. Por otra parte, una vez admitido el recurso, a pesar de su reducido número, hay un tiempo prudencial, y flexible, para su trámite. “La toma de medidas cautelares está reservada a la Sala. Las medidas cautelares pueden ser objeto de oposición, en cuyo caso se decide sobre ellas después de realizada una audiencia oral. Su duración es de seis meses y pueden ser prolongadas con la mayoría de las dos terceras partes de los miembros de la Sala” [115].
No sobra señalar una similitud crucial con el sistema colombiano. La proporción de recursos que tramita el Tribunal alemán, lo que en últimas configura la jurisprudencia, es similar al porcentaje de tutelas que revisa la Corte Constitucional colombiana. Los pragmáticos germanos optaron por no considerar indispensable la masificación del recurso de amparo. Y no promover la informalidad de la justicia.

Trancón en todos los carriles

Como se buscó ilustrar con la caricatura de las filas en una entidad bancaria, el inconveniente más grave de este ágil, demasiado expedito, mecanismo, es que ha contribuido a la congestión de las demás jurisdicciones, cada vez más abrumadas por la avalancha de tutelas que deben atender de manera prioritaria. Es apenas lógico plantear que la celeridad con que se resuelven las tutelas es artificial e inestable. Porque se está logrando prontitud a costa de las demás jurisdicciones. Este escenario es más que una preocupación teórica deducida de una caricatura.
Una señal temprana de alarma sobre el impacto negativo del acelerado crecimiento de las tutelas en las demás jurisdicciones la dieron hace casi una década dos reconocidos constitucionalistas. Al observar que en sus primeros diez años las tutelas habían crecido seis veces, pasando de tres a cuarenta por juez, que en el mismo lapso los juicios ordinarios se habían multiplicado por menos de dos y que, consecuentemente, en sólo cuatro años, la carga de la tutela sobre el trabajo de los jueces se había quintuplicado concluían que “la tutela ejerce una importante presión sobre el aparato judicial pues aproximadamente 10% de las nuevas demandas son tutelas … Esta presión todavía no es crítica pero en algunos años puede volverse dramática si continúan las tendencias actuales; por eso es necesario tomar medidas desde ahora” [116]. Además, calificaban de realmente dramática la situación de las altas cortes.
Ya en el año 2000, cuando el número de tutelas eran menos de la mitad del actual, el 56.7% de los despachos entrevistados por el Consejo Superior de la Judicatura consideraban que las acciones de tutela tenían una alta incidencia sobre la congestión. Lo más preocupante era el acelerado incremento de esa percepción: un año antes, la proporción era tan sólo del 39% [117]. Para el atraso en el trámite de los procesos, el 61.4% de los despachos consideraban que la tutela tenía mucha incidencia.
En varias de las revisiones de tutela en las que la Corte se ha ocupado del incumplimiento de los términos, los jueces o magistrados hacen alusión explícita al problema que les está generando el trámite prioritario de los asuntos de la justicia constitucional. El mencionado Juez 10 Laboral de Bogotá, recordaba que en un mes reciente había dictado tres sentencias de tutela por cada una de las de su jurisdicción. En otro proceso, un juez recuerda que la razón para una de las audiencias que indebidamente aplazó es que estaba “providenciando” una acción de tutela [118]. En la revisión de una acción contra el Tribunal Administrativo de Caldas, la magistrada encauzada manifestó a la Corte que “la congestión se ha intensificado con la asignación de las nuevas competencias a los tribunales de lo contencioso administrativo, a saber: revisión de constitucionalidad de referendos locales (art. 34 Ley 134/94), acciones de cumplimiento (Ley 393/97) y se avecinan las acciones populares, asuntos todos de trámite preferencial, lo que hace que el estudio de los procesos ordinarios queden relegados aún más" [119].
En el año 2004, en una sola sentencia de la Corte Constitucional, se acumularon 108 expedientes que cubrían igual número de tutelas interpuestas por 1150 familias de desplazados [120]. Allí la Corte menciona el “altísimo volumen de tutelas que presentan los desplazados” así como el hecho que varias entidades han convertido la tutela en parte del procedimiento para obtener la ayuda solicitada. De manera indirecta, en otro de los fallos de la Corte en los que se agrupa la revisión de un número importante de tutelas, en este caso de salud, se sugiere que el incremento de tutelas se está desbordando.
En la misma sentencia de supertutela en la que se protegen los derechos de los desplazados [121], luego de reconocer el riesgo de que “se promuevan demandas colectivas” la Corte autoriza que las “asociaciones de desplazados, que se han conformado con el fin de apoyar a la población desplazada en la defensa de sus derechos, puedan actuar como agentes oficiosos de los desplazados”. En cierta medida garantizando la informalidad del mecanismo, la Corte exige simplemente que el representante legal de la asociación “individualice, mediante una lista o un escrito, el nombre de los miembros de la asociación a favor de quienes se promueve la acción de tutela”. Como consecuencia de este fallo, a través de Acción Social, se incrementó la atención a la población desplazada. Sin embargo, no todas las consecuencias fueron las esperadas, ni se pueden considerar positivas. “Si bien la decisión de la Corte buscaba beneficiar a las víctimas, sirvió para que muchos hicieran un lucrativo negocio. ¿Cómo? Se han encargado de presentar una avalancha de acciones de tutela a nombre de varias personas pidiendo extender las ayudas a Acción Social y cobran un porcentaje por la diligencia … Personas que se hacen pasar como líderes o como abogados de Acción Social o que simplemente van a donde los desplazados, les piden copias de sus cédulas y les prometen que pronto llegarán con ayudas … En Bogotá, una mujer denunció que el señor Edil Antonio Navia había cobrado 50 mil pesos a cada persona incluida dentro de una acción de tutela que contenía 80 firmas. Luego, le dijo a cada persona que si la tutela le salía por 1,5 millones de pesos, debían darle a él 150 mil. Si les otorgaban 900 mil pesos, debían darle 90 mil. O si les reconocían el derecho a una ayuda por 600 mil pesos, debían darle 60 mil … “Varias veces me ha ocurrido y estoy cansada del abuso”, dijo la afectada en la Unidad de Atención y Orientación de víctimas de Puente Aranda (Bogotá)” [122].
Este nuevo empresariado, imprevisto y más que informal, sería el responsable de una verdadera explosión de tutelas de desplazados en los juzgados del país. La misma fuente que describe el jugoso negocio a costa de los desplazados anota que tales acciones se habrían multiplicado por casi cuarenta en tres años, pasando de 510 en el 2005 a cerca de 20 mil en el 2008 [123].

Avestruces y cardenales

En el mundo de la inteligencia artificial y los computadores, el Algoritmo del Avestruz [124] es una estrategia para ignorar problemas potenciales basada en la premisa de que serán extremadamente raros. Se decide, por lo tanto, que es mucho más efectivo dejar que el problema ocurra que intentar prevenirlo.
Tranquilizaría saber que la falta de auto crítica, la aversión a la discusión de los posibles errores de diseño de la acción de tutela responde a una estrategia consciente, del tipo Algoritmo de la Avestruz, basada en la certeza de que los errores son despreciables en número y el convencimiento, sopesado y racional, que solucionarlos será siempre más costoso que prevenirlos. Lamentablemente, la aproximación al manejo de los errores y abusos alrededor de la tutela parece más primitiva. Estaría más cerca de la etología del avestruz que de las decisiones informáticas. Se trataría de un desactualizado, visceral y relativamente miope reflejo de supervivencia. Cualquier crítica, se cree, proviene de una conspiración del formalismo y tiene como objetivo último el desmonte del mecanismo.
Es evidente que existen sectores de opinión opuestos desde su introducción a la acción de tutela. Pero también es cierto que dos décadas de consolidación de jurisprudencia constitucional y un uso creciente del mecanismo permitirían una mayor apertura hacia el debate de sus falencias procedimentales. Con notorias excepciones [125], los impulsores y defensores del mecanismo, actuando como vigilantes cardenales, o acuciosos acólitos, no parecen aún dispuestos a reconocer ni siquiera los pequeños errores enmendables que no cambiarían su esencia. Esa extraña mezcla de flexibilidad sustantiva, informalidad procedimental, rigidez de términos con acceso masivo y gratuito, está generando un creciente desorden que afecta no sólo a la justicia constitucional sino a la ordinaria.
Uno de los más connotados defensores de la acción de tutela en Colombia es explícito en señalar el peligro que se cierne sobre el mecanismo. “El peor enemigo de los derechos fundamentales en Colombia es, por una rara paradoja, su uso desestructurado, indiscriminado y repetitivo” [126]. Sin embargo, lo que para cualquier observador incauto podría tomarse como un llamado angustioso a poner algo de orden en lo procedimientos, casi que en la rutina administrativa, de la tutela, es para este analista simplemente un síntoma de unos usuarios codiciosos, desconsiderados e incluso mal educados. “Los asesores profesionales deberían suministrar a sus clientes un conocimiento más detallado de sus derechos y no simplemente una “apuesta” a ver si en algún caso concreto se gana una tutela. Las “apuestas” que se hacen con el derecho constitucional enriquecen al abogado pero empobrecen a su cliente y, en general, hacen perder fuerza garantista efectiva a los derechos fundamentales. Esta forma apresurada de usar los derechos trivializa el lenguaje constitucional: ya oigo con frecuencia a personas que ironizan cuando hablan de “dignidad humana” o del “Estado Social de Derecho”. A esa ironización del contenido de los derechos fundamentales, a esa depreciación de su valor, contribuimos, por sobre todos, los constitucionalistas cuando insistimos en enseñar y practicar el derecho constitucional como si todavía estuviéramos en el primer día después de la creación” [127].
De nuevo se observa la reacción defensiva y formalista: la tutela funciona, sólo hay que cambiar lo que ocurre alrededor, en este caso la mentalidad de los usuarios y los abogados. Se puede establecer un paralelo con el organizador de un Woodstock, gratuito y con logística deficiente, que culpara del tumulto y el desorden a la falta de solidaridad de los asistentes. Es difícil no ver en esta extraña asignación de responsabilidades el síntoma de una desafortunada característica de los cardenales, la aversión a reconocer los errores del sistema procesal que, a la carrera, construyeron. Parecería más parsimonioso como explicación, y más procedente para recomendar eventuales ajustes, reconocer que la misma informalidad procedimental de la tutela empieza, al generalizarse de manera indiscriminada su uso, a pasar factura. La coordinación de conductas individuales para el logro de un objetivo social –el típico problema de acción colectiva- no siempre requiere de ambiciosas transformaciones mentales de la población. A veces basta con pequeños ajustes normativos o procedimentales, para los cuales es indispensable el abandono de ciertos dogmas y una mayor apertura mental al reconocimiento de los errores.
La manifestación más desafortunada del síndrome del avestruz ha sido el desconocimiento del impacto negativo de la justicia constitucional sobre la congestión de la justicia ordinaria. La intención de tapar el sol con las manos aparece, como se vio, en las sentencias de la Corte Constitucional que se refieren a la mora en los fallos de la justicia ordinaria. También es evidente en algunos trabajos que han tratado de abordar de manera sistemática el problema, y en los que los mismos datos utilizados contradicen las conclusiones a las que se llega. La lógica de un minucioso estudio del impacto de la tutela sobre la jurisdicción ordinaria es, en efecto, peculiar. Primero, se señala que el número de tutelas que entran a los juzgados es muy similar a las que se resuelven, y que por lo tanto, al final de cada período, el inventario de tutelas no resueltas es muy bajo. Por otro lado, este pequeñísimo acervo de tutelas acumuladas que, por definición, no puede ser elevado, se compara con el inventario, ese si enorme, de procesos ordinarios que se acumulan. De allí se concluye que “las acciones en estudio, a pesar de ejercer sobre el aparato judicial una presión creciente, no constituyen actualmente un factor de congestión relevante de los tribunales y juzgados, considerados en su conjunto” [128]. A la conclusión anterior se llega a pesar de que en el mismo párrafo se ha señalado “la creciente incidencia de estas acciones en el trabajo de los jueces y magistrados”.
Recurriendo de nuevo a la comparación con la movilidad urbana, el raciocinio es tan burdo como si, para evaluar el impacto del sistema de Transmilenio sobre la congestión de los vehículos que no tienen acceso a las vías prioritarias, se hiciera una comparación, en cualquier momento del día, entre el trancón que se observa en el carril del sistema prioritario con el de los vehículos que no lo son.
El síndrome del avestruz y la opacidad sobre el impacto de la tutela en la congestión de la justicia ordinaria ya se salió del ámbito de la jurisdicción constitucional. Como se mencionó, las encuestas realizadas por el CSJ en el año 2000, mostraban una presión alta y casi explosiva de la tutela sobre la carga y la demora de los juzgados. Para la siguiente encuesta, realizada en el año 2006, a pesar de un incremento en el número de tutelas cercano al 60%, ya se deja de hablar de la tutela como un factor de congestión. Ni siquiera se incluye una pregunta relacionada con el tema en el respectivo formulario. Se puede sin embargo sospechar que el impacto ya bordea lo intolerable. El afán del CSJ por tapar las cifras de congestión es tal que se abandonan los criterios tradicionales de comparar entradas con salidas y se introducen rebuscados e insólitos indicadores como “capacidad de salida de procesos con respecto a incrementos inusuales de entradas” o “proporción del incremento en la salida de procesos” que además de confusos ni siquiera permiten la comparación con años anteriores [129].

Sugerencias

Se puede tratar de darle una respuesta más constructiva a la extraña recomendación de tutelizar, léase informalizar, toda la justicia colombiana. En primer lugar se debe anotar, que hasta la fecha, es precario el ejemplo que en materia de procedimientos y organización puede darle la justicia constitucional a las demás jurisdicciones. El impacto y el ejemplo positivos de la jurisprudencia no tiene, ni de lejos, un equivalente en la parte procesal en donde las huellas más que precarias, son negativas.
Tanto el diseño original de la tutela como la resistencia a hacerle modificaciones han estado sustentados en una serie de premisas deficientemente contrastadas. La primera es la de la informalidad como un requisito para el acceso. Desde siempre y en cualquier sociedad, la administración de justicia ha requerido un mínimo de procedimientos, y de manera directamente proporcional a la facilidad de acceso. Ha sido un desacierto promover como virtud la informalidad de una jurisdicción. Las exitosas experiencias recientes de renovación urbana en Colombia deberían servir para entender que un buen “espacio público” institucional no es compatible con un San Victorino legal. Parecería prudente superar el prejuicio de confundir acceso con informalidad, y evaluar de manera rigurosa cuales han sido las consecuencias de esta falta de rigor procesal y quienes son en la actualidad sus verdaderos beneficiarios. Hay indicios para sospechar que no son los vulnerables y los marginales los que se están favoreciendo con la informalidad de la tutela. Por el contrario, parecería que quienes están sacando cada vez mejor partido son los mismos hábiles y astutos litigantes que conocen en detalle todos los resquicios de los procedimientos formalistas.
La segunda hipótesis mal sustentada es que el grueso de los usuarios de la tutela provienen de los estratos populares y que, por lo tanto, el crecimiento, aunque sea explosivo, de las tutelas es un buen síntoma de acceso equilibrado al sistema judicial. La versión más dogmática de este supuesto sostiene que cualquier esfuerzo de racionalización es una acción deliberada por cercenar los derechos sociales. “La protección brindada por los jueces constitucionales a desplazados, trabajadores, enfermos en la pobreza, pensionados, mujeres embarazadas, deudores del UPAC, trabajadores informales y personas en situación de marginalidad ha permitido que la fórmula del Estado social de derecho no sea letra muerta. Al quitarles a los jueces constitucionales su función tuitiva de los derechos sociales fundamentales, se le quiebra el espinazo al pacto social suscrito hace dos décadas” [130]. Desde sus inicios la tutela fue un instrumento, si no abiertamente elitista, por lo menos de cómoda clase media urbana, de Antolínez y Pereas. El perfil actual de los usuarios es un misterio, pero se puede sospechar que allí no están todos los que son ni son todos los que está.
El tercer supuesto ligero, tal vez el más oneroso, ha sido la pretensión de que la tutela no ha tenido un impacto devastador sobre la justicia ordinaria. De este escenario idealista se requiere una evaluación costo beneficio, no tanto económica sino legal. Sobre todo a partir de la autorización de las tutelas contra providencias que, rompiendo la regla de fila, abrieron un boquete procesal en las demás jurisdicciones que no cesará de ampliarse. Es esencial tener claridad sobre cuales son los usuarios concretos que se están beneficiando del tratamiento preferencial, y en qué circunstancias, y sobre qué usuarios de la justicia ordinaria están recayendo los costos. No es un síntoma positivo que en las charlas con litigantes de cualquier jurisdicción sobre la marcha de los procesos a su cargo, los fallos de tutela sean ya una parte habitual del reporte. En el sentido más siniestro, por la puerta trasera, sí se estarían tutelizando, informalizando, las demás jurisdicciones.
Un cuarto prejuicio, adoptado desde su diseño, es que la protección de los derechos fundamentales es siempre un asunto urgente. Contra la enunciación de este principio como regla general se podrían aportar innumerables contraejemplos, como los fallos analizados en el texto.
Parecería conveniente capitalizar los avances de la jurisprudencia, para extenderlos a los asuntos procesales. Es en esta dimensión donde puede resultar más útil la metáfora de la catedral y el bazar. La jurisprudencia constitucional es sólida, en parte por ser un esquema flexible y evolutivo, de arquitectura abierta, que ha surgido desde las bases, y que corrige sus propios errores. En materia procesal, fuera de un burdo legado del formalismo, el establecimiento de un plazo de diez días improrrogable por ley, después de dos décadas no hay indicios de mayor sabiduría procesal, de acumulación de conocimiento, de flexibilidad, de sofisticación en la prestación del servicio, de creciente capacidad para detectar abusos, de habilidad en la recolección de pruebas o aclaración de los hechos.
Un problema de fondo con el grueso de las tutelas de puro trámite, es lo que se puede hacer ante una administración pública con tendencia al incumplimiento de normas. Una terrible ironía sería que la burocracia haya asimilado la noción de informalidad de la acción de tutela y ya, sencillamente, haya adoptado para los fallos de primera instancia la vieja máxima de que se obedecen pero no se cumplen. La esencia del problema que genera un mecanismo masivo e informal como la tutela cuando se enfrenta a una administración pública a veces arbitraria, la capta adecuadamente un trabajo, también de Mauricio García [131], sobre los vendedores ambulantes en Bogotá. “Esta desconfianza genera un ciclo vicioso entre los vendedores y la administración: cada uno termina no colaborando y culpando al otro del deterioro del espacio público. Como consecuencia de su actitud recelosa, cuando no hostil, casi siempre rechazan las propuestas que vienen de la administración … Ellos creen que es una estrategia para controlarlos”.
De lo que se puede estar razonablemente seguro es que enderezar el desapego de un sector de la burocracia colombiana a las normas, los procedimientos, la jurisprudencia o los fallos judiciales no se logrará a punta de supertutelas. Sin necesidad de entrar en el análisis detallado de su contenido, con total franqueza y relativa certeza, se puede pronosticar que esos desesperados intentos por mejorar el desempeño del sector público colombiano, por fungir de administrador con unas cuantas sentencias, tendrán poco éxito. Tal tipo de esfuerzos lo que reflejan, en últimas, son rezagos del más puro formalismo: las órdenes surten efecto per se. Al respecto, es pertinente una inquietud de un historiador a raiz del bicentenario de la independencia. “¿La tentación de los presidentes de ser jueces y de los jueces de ser administradores continúa un sistema que unía, en Reales Audiencias y virreyes, la justicia y el gobierno?” [132].
Por otra parte, estos deslices ejecutivos, provienen de una institución que es difícil tomar como ejemplo de eficacia administrativa y procesal desde las bases, que aún no reconoce ni ha discutido de manera abierta su impacto negativo sobre el conjunto del sistema judicial, y que está en mora de emprender una verdadera autocrítica, una discusión abierta y democrática de sus fallas, empezando por corregir las falencias del sistema informativo del conjunto del sistema para adelantar ese debate.
La totalidad de estos supuestos debatibles sobre los que se mantiene la tutela son susceptibles de ser convertidos en hipótesis para, tal como sugiere Mauricio García, contrastarlos con los datos. Lo que sería lamentable es que para tener acceso a esa información, se siga el ejemplo del viejo formalismo y se hagan necesarios los trámites, los memorandos, los contactos y las palancas para obtener lo que debería ser de dominio público.
Para empezar a cerrar la brecha que existe entre la jurisprudencia y la primera instancia, para poder emprender los análisis que permitan saber lo que está ocurriendo con las tutelas en los juzgados y tribunales, y no sólo en la Corte, como un tímido paso inicial hacia la racionalización del sistema, se puede sugerir una modesta adaptación de las rutinas administrativas: colgar en la red todos y cada uno de los fallos de tutela que llegan a la Corte, acompañados de la pequeña ficha que llenan los estudiantes de la Sala de Selección. Con sólo eso se lograría dar un verdadero salto cualitativo en materia de transparencia y de diagnóstico, primero, y de eventuales sugerencias procesales concretas después. “Difundir sentencias judiciales para incrementar la accountability de los jueces en su función judicial. En ese sentido, la experiencia de la Comisión Andina de Juristas del Perú que hizo un acuerdo con el Poder Judicial para publicar sentencias de jueces de distintas instancias, y a la cual se hace seguimiento permanente para establecer la coherencia y consistencia de los jueces, es un antecedente importante” [133].
Si además -otro ajuste técnicamente viable- se permitiera al ciudadano corriente hacerle comentarios a esos fallos, como lo permite cualquier medio electrónico, se lograría convertir la justicia constitucional en un verdadero bazar. Miles de ojos, y no sólo los de unos cuantos y apurados estudiantes supernumerarios, podrían estar a la caza de gazapos constitucionales, discutiéndolos, analizándolos, proponiendo remedios. Los jueces de primera instancia tendrían una razón para hacer las cosas no sólo de afán sino bien. Los jueces, abogados y demandados incumplidos, indelicados o corruptos tendrían, de pronto, el temor a la vergüenza de caer en los blogs de internautas. Se le podría además ofrecer a la Sala de Revisión, sin gasto adicional en recursos humanos, algo más de criterios, y de democracia, para la selección de las tutelas dignas de ser revisadas. Si, tercera minucia informática, las fichas de la Sala de Selección se guardaran no sólo en algún cajón de la Corte sino en una base de datos dinámica, también pública y accesible en línea, las discusiones actuales sobre la acción de tutela se podrían hacer, como con toda la razón sugiere Mauricio García, sobre una base empírica sólida y no sólo basadas en impresiones, dogmas, prejuicios y lugares comunes.
Para respaldar estas sugerencias tan simples, realizables sin ninguna modificación normativa ni jurisprudencial, es pertinente un comentario hecho ante la filtración de documentos al Wikileaks “son los ciudadanos quienes les han permitido el poder, y esos ciudadanos tienen derecho a saber qué se hace y cómo se hace con ese poder que han cedido. Lo contrario es la omnipotencia, y ya se sabe: quien todo lo puede, nunca hará sólo lo que debe” [134]. De manera aún más directa, se puede citar a Rodrigo Uprimny, cuando señala lo pernicioso que ha sido para la Fiscalía la falta de información y menciona la necesidad de aumentar la transparencia y la rendición de cuentas. Sus observaciones bien podrían aplicarse, textualmente, a la tutela. “Hasta ahora la institución ha sido muy reacia a dejarse evaluar. Obtener información sobre su funcionamiento es muy difícil y eso es grave, pues impide que haya diagnósticos serios sobre el sistema, lo cual dificulta un debate democrático informado” [135].
Las sugerencias que siguen requieren ya modificaciones legales, incluso constitucionales. Se plantean simplemente como asuntos que valdría la pena empezar a debatir.
Se puede pensar que el escenario actual –un inmenso volumen de fallos irrelevantes en primera instancia que aportan poco a la jurisprudencia y que con frecuencia son incumplidos por la administración pública- se podría reemplazar por un esquema tal vez más eficaz, y más eficiente, en el que se sofistiquen los mecanismos de selección ex ante de los casos, y se le de verdadero respaldo e importancia al trámite de primera instancia. Se podría así iniciar el verdadero tránsito hacia el nuevo derecho, con una participación más activa de los jueces de base en la jurisprudencia, en lugar del papel exclusivo, elitista, de los magistrados observado hasta ahora. Aún sin tener que rechazar ninguna tutela, se podría pensar, por ejemplo, que en lugar de dedicarle diez días a sustanciarla de afán, sin poder recoger las pruebas idóneas, sin informarse, el juez de primera instancia pudiera remitirla directamente a la sala de revisión de la Corte pidiendo autorización, o mejor aún haciendo una sugerencia, sobre las pruebas y el plazo requeridos para tramitarla. Y, por qué no, pidiendo línea jurisprudencial. En lugar de corregir, revocar y a veces reprender, ex-post, a los jueces, la Corte podría jugar un mayor papel de coordinador ex-ante de la justicia constitucional. Y los jueces de abajo empezarían de veras a ejercer el nuevo derecho [136].
Con relación a los plazos, a nadie se le ocurriría sugerirle a Linus Torvalds, el coordinador de Linux, que para mejorar la calidad o agilizar el desarrollo del sistema debería imponer como norma que cualquier corrección de cualquier error en cualquier módulo de cualquier subprograma no puede tardar más de diez días. Es de Perogrullo señalar que el tiempo requerido para enmendar un error en un programa depende por completo de la naturaleza del error, que ese plazo es imposible fijarlo de manera homogénea y centralizada, y que la única persona capaz de determinarlo es quien pretende corregirlo.
La clave de los sistemas de arquitectura abierta ha sido tratar a los programadores como colaboradores, no como tramitadores de tareas repetitivas con términos autoritariamente establecidos. A diferencia de los colaboradores de Linux, el juez constitucional de primera instancia, en materia de plazos, sigue recibiendo el trato de un menor de edad, o de un burócrata que despacha sólo asuntos rutinarios. Es un ejemplo paradigmático de discrecionalidad irrelevante, pues no se puede ejercer. No sorprende que la contribución de estos jueces a la jurisprudencia haya sido tan parca. Nadie hace derecho en diez días. En Colombia, diez días pueden ser un plazo razonable para un trámite, siempre que no sea conflictivo, como la expedición de un pasaporte. Pero cada vez será más difícil ignorar el desastre que está causando este plazo perentorio en la calidad de los fallos, en el desempeño de las demás jurisdicciones y en el creciente flujo de tutelas que bordean el exabrupto.
La justicia constitucional colombiana se ha consolidado como un ente extraño. A pesar de su fortaleza jurisprudencial, debida en parte al abandono del formalismo y la adopción del enfoque bazar, la dimensión procesal parece atrapada en la informalidad, en una insólita informalidad formalista en sus plazos. Además, la caza y corrección de errores procesales, la médula de los esquemas de arquitectura abierta, y de cualquier sistema evolutivo que pretenda adaptarse exitosamente a un entorno cambiante, más que subdesarrollada parece haberse convertido en un área vedada no sólo a la crítica sino incluso al diagnóstico.
Dos características de la tutela, la orden de plazo inmodificable que llegó desde arriba y la actitud refractaria a la crítica, permiten clasificarla como un curioso y desordenado bazar aún custodiado por cardenales. Esta apreciación preliminar, obviamente, habrá que sustentarla de manera más sistemática de lo que se hizo en este ensayo, que debe tomarse como una simple provocación para un debate más abierto y franco. Y también como una propuesta de agenda de investigación, para cuando se supere la informalidad administrativa y estén disponibles los datos sobre la tutela en la red.

Referencias

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* Profesor investigador Universidad Externado de Colombia. Agradezco innumerables comentarios, sugerencias y pesca de gazapos hechos por Mauricio Pérez a versiones preliminares del texto. Magdalena Correa también hizo pertinentes observaciones a un borrador. Los errores e impertinencias que resistieron estos filtros son responsabilidad exclusiva del autor. Se agradecen comentarios mauriciorubiop@hotmail.com
[1] Gaviria, Alejandro (2010). “El país de la tutela”. El Espectador, Noviembre 6 de 2010.
[2] García Villegas, Mauricio (2010). “Por un debate serio”. El Espectador, Noviembre 12 de 2010.
[3] El comentario, al igual que la columna de Gaviria, se refiere al grueso de las tutelas en primera instancia, no a aquellas revisadas por la Corte que sí han sido analizadas en detalle. Ver por ejemplo Cepeda et. al. (2007)
[4] Correa (2009) p. 197
[5] Rubio (2011)
[6] Raymond (1998)
[7] Linus Torvalds citado por Raymond (1998)
[8] “El profesor de la Javeriana que se viste de mujer”. Revista Don Juan, Marzo de 2010, http://www.revistadonjuan.com/interes/el-profesor-de-la-javeriana-que-se-viste-de-mujer/7298879
[9] García y Uprimny (2002).
[10] Marshall & Barclay (2003) p. 618
[11] http://vidadetravestis.blogspot.com/2007/08/una-profesora-travesti-habla-de-otra.html
[12] García y Uprimny (sf) p. 3. Subrayados propios
[13] López (2009) p. 16
[14] López (2009) p. 153
[15] Por medio de la Sentencia 221 de 1994.
[16] Para calcular este indicador se utilizó la base de datos de sentencias de la Corte Constitucional. Para cada año, se tomó el número de veces que, en las providencias de la Corte, aparece la frase “libre desarrollo de la personalidad”. Ese total se divide, para cada año, por el número de sentencias de tutela que llegaron a revisión.
[17] EFE, Mayo 19 2010, http://www.periodistadigital.com
[18] En Rubio y Arjona (2007) se hace una discusión detallada de la eficacia del sistema judicial para proteger las normas que prohiben versus las que prescriben conductas
[19] Auto 344/09
[20] Cepeda, M.J. (1993). Libro Blanco de la Justicia. Citado por Correa (2009) p. 41
[21] Auto 04/2004. Subrayados propios
[22] García y Uprimny (2002). Subrayado propio
[23] Uprimny et. al. (2010) p. 357
[24] Jaramillo y Barreto (2010)
[25] Uprimny et. al. (2010) p. 319
[26] Sentencia T-760/08
[27] Esta sección está basada en Correa (2009). Salvo indicación contraria, todas las citas están tomadas de esta fuente.
[28] Camargo, Pedro Pablo (1994). Manual de la Acción de Tutela. Citado por Correa (2009) p. 36
[29] T 221/93
[30] Art 16, Decreto 2591/91
[31] Sanabria, Henry (2000). Configuración procesal de la pretensión de tutela. Citado por Correa (2009) p. 35
[32] González, Federico (1994). La tutela, interpretación doctrinaria y jurisprudencial. Citado por Correa (2009) p. 35
[33] Artículo 19, Decreto 2591
[34] Artículo 20, Decreto 2591
[35] Artículo 95, C.P.C.
[36] Artículo 21, Decreto 2591. Subrayado propio. No queda claro para qué pueden resultar indispensables unas pruebas después de que un informe haya demostrado que no son ciertos los hechos de la demanda.
[37] Artículo 17, Decreto 2591
[38] Correa (2009) p. 170. Subrayados en el original
[39] Artículo 13, Decreto 2591
[40] Hoyos, Ricardo (1995). Acción de tutela e indemnización de perjuicios. Citado por Correa (2009) p. 134
[41] CC Auto de 1997, citado por Correa (2009) p. 134
[42] Artículo 33, Decreto 2591
[43] Correa (2009) p. 227
[44] Una detallada descripción de los procesos de selección e insistencia que se resumen a continuación se encuentra en Jaramillo y Sierra (2010)
[45] Jaramillo y Sierra (2010) p. 68
[46] Los estimativos sobre la proporción de sentencias de tutela que revisa la Corte Constitucional varía entre el 0.67% y el 2.2%. No existe un dato oficial. La cifra más probable parece ser inferior al 1%. Jaramillo y Sierra (2010) p. 57
[47] Osuna, Nestor (1998). Tutela y Amparo, derechos protegidos, estudio comparativo Colombia-España. Citado por Correa (2009) p. 231
[48] Jaramillo y Barreto (2010) p. 72
[49] León, Juanita (2010) “La triste historia de un juez penal militar”, La Silla Vacía, 18 de octubre, 2010am
http://www.lasillavacia.com/historia/18705
[50] López (2009)
[51] Jaramillo y Barreto (2010) p. 70
[52] Botero (2007) p. 246
[53] Botero (2007) p. 253
[54] “Juez ordena libertad de Luis Fernando Almario”. Verdadabierta. 04 de Mayo de 2009. http://www.verdadabierta.com/component/content/article/63-nacional/1198-juez-ordena-libertad-de-luis-fernando-almario
[55] El término Almario no arroja ningún resultado en la búsqueda de la base de datos de la Corte.
[56] Botero (2007)
[57] López (2009) p. xxvi
[58] “Sancionan a Juez que falló tutelas contra Cajanal, con amparo de la Judicatura”, El Espectador, 11 Ago 2010 http://www.elespectador.com/noticias/judicial/articulo-218660-sancionan-juez-fallo-tutelas-contra-cajanal-amparo-de-judicatura
[59] “Con tutelas podrían tumbar parapolítica: Corte Suprema”. Verdadabierta, 27 de Octubre de 2009
http://www.verdadabierta.com/parapolitica/nacional/1905-con-tutelas-podrian-tumbar-parapolitica-corte
[60] http://www.eltiempo.com/archivo/documento/CMS-5592670
[61] “No más notarios por tutela”. La Silla Vacía, 28 de julio de 2009 http://www.lasillavacia.com/contenido/no-mas-notarios-por-tutela
[62] “El 'tutelazo' político”. Semana, 21 Junio 2010
http://www.semana.com/noticias-nacion/tutelazo-politico/140551.aspx
[63] Un excelente, aunque poco crítico, resumen del debate se encuentra en el mencionado trabajo de Catalina Botero (2007)
[64] Todas las citas sobre los incidentes han sido tomadas textualmente del trabajo de Catalina Botero (2007), reconocida constitucionalista. Los subrayados son propios
[65] Botero (2007) p. 223
[66] Auto 100 de 2008
[67] Botero (2007) p. 289
[68] Botero (2007) p. 288. Subrayado propio
[69] Botero (2007) p. 244
[70] http://www.cej.org.co/justiciometros/2189-principales-derechos-invocados-en-las-acciones-de-tutela-en-colombia-2003-2008
[71] C-543 de 1992
[72] El 70% es aproximado pues se calculó a partir de la gráfica de la CEJ. La atribución de la totalidad del impacto al Acuerdo es burda, pero no existe información suficiente para refinar la estimación.
[73] Entre otras ver T-431/92, T-572-92, T-190-95, T-502-97, T-292-99, T-1068-04, T-030-05. Ardila (2009) hace una revisión detallada, aunque poco crítica, de la jurisprudencia constitucional sobre dilaciones injustificadas.
[74] De las dos acepciones del término consideradas por la RAE (1. f. Examen riguroso que se hace de algo, considerando cada una de sus partes. 2. f. Divagación, digresión) se puede temer que la Corte se refiere a la segunda
[75] T-431/92
[76] T-431/92
[77] T-292-99
[78] T-292-99
[79] García y Uprimny (2002)
[80] T-431/92
[81] Ver Rubio (2011)
[82] López (2009) p. 266. Se eliminaron de la cita dos términos que no alteran el sentido de la frase.
[83] T-572-92
[84] T-292-99
[85] T-292-99
[86] No se pretende que esta sea una sentencia hito, ni siquiera un punto arquidémico en el sentido propuesto por Diego López. Cumple el requisito de ser reciente y se propone simplemente como un caso ilustrativo de la jurisprudencia procesal “hacia afuera” de la Corte.
[87] Junto con Andrés Henao y Sebastián Rubiano. García et. al. (2009).
[88] Cálculos propios basados en Botero (2007) y Corporación Excelencia en la Justicia
[89] Ver por ejemplo, Cortés Castillo, Carlos (2010). “Insisto, luego existo. Los casos que empuja el magistrado Pretelt en la Corte Constitucional”. La Silla Vacía,, 24 de Noviembre, 2009. http://www.lasillavacia.com/historia/5368 o también “¿Mide la Corte Constitucional las tutelas de pensiones con diferente rasero? El caso del magistrado Valencia Copete”. La Silla Vacía, 11 de Noviembre, 2009 http://www.lasillavacia.com/historia/5217
[90] T-546/09.
[91] T-546/09. Subrayados propios
[92] García y Uprimny (2002)
[93] López (2009) p. 114
[94] Sentencia SU-337/99
[95] T-025-04
[96] Todas estas opiniones fueron tomadas textualmente de la prensa en los días siguientes al fallo.
[97] Artículo 33, Decreto 2591 de 1991. Subrayados propios
[98] Los datos de fallos a revisión se tomaron de Castillo (2009) p. 45, los de sentencias proferidas, de la Relatoría de la Corte Cosntitucional. http://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/CONSOLIDADO%20ESTADISTAS3%201992-2009.htm
[99] A pesar de la seguridad con que se hicieron esas afirmaciones, los ejemplos concretos de casos en los que así ha pasado nunca estuvieron disponibles. Y tampoco es fácil encontrarlos en los trabajos de los constitucionalistas. Ni siquiera en el Derecho de los Jueces aparecen referencias a fallos de primera instancia.
[100] Declaraciones del president de la Corte Constitucional, Mauricio González Cuervo, refiriéndose a la Reforma Judicial. El Espectador, Septiembre 1 de 2010.
[101] Cepeda et. al (2007) p. 9
[102] García y Uprimny (2002)
[103] Sentencia T-760/08
[104] Una tutela llamativa por la poca vulnerabilidad de las partes es la referente a la restitución de un local en Unicentro, que involucraba nada menos que a Almacenes Éxito y a la Federación Nacional de Cafeteros. Ver Auto 318/10.
[105] García y Rodríguez (2001) p. 436
[106] Villa (2007) p. 738 a 743
[107] Flórez et. al. (2007)
[108] Carothers (2006) p. 20
[109] Cortés Castillo, Carlos (2010). “La Corte Constitucional, a paso de tortuga”. La Silla Vacía,
28 de junio, 2010. http://www.lasillavacia.com/historia/16302
[110] Jaramillo y Barreto (2010) p. 70
[111] http://www.revistanotarios.com/?q=node/63
[112] http://www.sututela.com/
[113] Lösing (2005) p. 100
[114] Lösing (2005) p. 100
[115] Lösing (2005) p. 110
[116] García y Uprimny (2002)
[117] CSJ (2002) p. 34
[118] T-1068-04
[119] T-292-99
[120] Sentencia T-025/04
[121] Sentencia T-025/04
[123] Ante lo inverosímil de esta cifra, se hizo solicitud de verificación tanto a la fuente como a la misma Corte Constitucional. Hasta el momento no se ha obtenido ninguna respuesta.
[124] Ver Wikipedia, http://en.wikipedia.org/wiki/Ostrich_algorithm
[125] Por ejemplo García y Uprimmy (sf) o Correa Henao (2009). Sobre las fallas en los sistemas de información ver Uprimny et.al. (2010). Aunque en Cepeda et. al. (2007) se discuten varios aspectos controvertibles de la tutela, no hay mayor alusión a los problemas de procedimiento.
[126] López (2009) p. XXV
[127] López (2009) p. xxv
[128] Villa (2007) p. 725
[129] CSJ (2006a)
[130] Rodolfo Arango “Se viene la contrarreforma”, El Espectador, 8 Sep 2010
http://www.elespectador.com/columna-223318-se-viene-contrarreforma
[131] Con Natahly Rodríguez, García y Rodríguez (2009) p. 164
[132] Jorge Orlando Melo. “Celebraciones Y Reflexiones” El Tiempo, 21 de julio de 2010
http://www.eltiempo.com/archivo/documento/CMS-7819527
[133] Cuervo (2010) p. 66
[134] Vásquez, Juan Gabriel (2010). “La sociedad de los secretos (I)”. El Espectador, Diciembre 2 de 2010.
[135] Uprimny, Rodrigo (2010)”Los retos de la nueva Fiscal”. El Espectador, Diciembre 6 de 2010
[136] La flexibilidad del procedimiento de revisión de las tutelas, permite sospechar que incluso este cambio aparentemente radical podría no requerir mayores cambios legislativos.